Camila Suárez Pérez nos comparte este inquietante relato que pone sobre la mesa un tópico que, además de alarmente por su actualidad y generalidad, incita a la reflexión crítica sobre el tratamiento que se le da a la violencia de género.
—¿Segura que estás entendiendo?
Realmente no. No entendía nada, pero confiaba en él. Creía en nuestra amistad, en su apoyo, en que jamás me haría daño.
—Sí, yo creo que sí paso el examen.
Sonreí y él también. Su puta sonrisa. Debí haber notado lo enfermo que estaba, lo degenerado que era. Pero no. Él era mi amigo y yo confiaba ciegamente en él.
—Pues yo espero que sí, conmigo lo has hecho bien.
—¿En serio?
—Si, claro.
Los días pasaban y yo confiaba por nuestras conversaciones diarias. Me sentía segura con él, aunque cierta inseguridad me impedía pedirle más aclaraciones acerca de aquella materia.
—Ya te ofrezco mi amistad —una sonrisa torcida se posó en su rostro—. Pero… podría ayudarte con alguna otra tarea.
Su mano en mi pierna. Subiendo. Su respiración en mi mejilla. Su voz en mi oído.
—Hay placeres más grandes que una amistad.
Corrí. Mis piernas temblaban mientras huía. Todo seguía igual, menos yo. Cada brazo que me rozaba era una amenaza potencial. Sentía mis pies quemándose hasta que pude perderme entre la multitud del metro, en busca de un escape.
Llegué a casa y envié un mensaje a mi madre: “Ya llegué y llegué bien”. ¿Bien? ¿Qué carajos era “bien”? ¿Querer llorar? Ahí fue cuando todo comenzó. Primero se me presentó en sueños, robándome la tranquilidad; luego se hizo presente en mis relaciones con las personas. Entonces le impedía a mi pareja me tocará y le pedía con lágrimas en los ojos que me soltara.
Aquel ciclo terminó el 27 de noviembre.
Ese mensaje jamás le llegó a mi madre.
Desperté en su casa. Su lenguaje en mi piel. No podía moverme. Estaba desnuda. Lloré. No quería estar ahí. No sabía qué hacer. Y entonces me penetró.
Su mano azotó mi mejilla, mientras yo seguía llorando. Sus embestidas realmente eran dolorosas. Cuando alcanzó el clímax, mis lágrimas aumentaron ¿Qué pasaría si me embarazaba? ¿Cómo se lo explicaría a mi pareja? ¿A mis padres?
Salió de mí y se levantó. Me sentía desesperada; no podía soportar más esa situación, pero no sabía qué hacer. No estaba mi mochila; no tenía nada cerca en lo que pudiera apoyarme; ni siquiera mi ropa —lo que me obligaba a permanecer en su cama—. Quería huir.
Pero él regresó. Cinco cortaduras en mi abdomen, cuatro en cada uno de mis brazos, e incontables heridas en mis piernas. Y lo único que quería era escapar.
Sentí cómo mis sentidos se apagaban y todo se volvía oscuro.
Cinco días después me encontraron.
Un terreno baldío, un cuerpo roto y mi nombre en las noticias. Nadie fue culpable de lo que me ocurrió.
Dijeron que me había ido con mi “novio”. Dijeron que estaba enojada con mi madre. Dijeron… tantas cosas.