Juan Carlos Abreu y Abreu reflexiona sobre la importancia de la independencia judicial a partir de la propuesta de reforma al sistema judicial presentada por el primer ministro Benjamín Netanyahu en Israel. Se aproxima críticamente a los cambios clave aprobados por la Knéset para ejemplificar el riesgo que corre la división de poderes cuando los gobernantes tiranos instrumentalizan la ley a su favor.
El sistema judicial de Israel se estructura en tres niveles: i) el nivel más básico lo integran los tribunales de magistrados, con presencia en la mayoría de las ciudades de todo el país; ii) encima de ellos están los tribunales de distrito, que actúan como tribunales de apelación y tribunales de primera instancia, con presencia en cinco de los seis distritos de Israel, y iii) en el más alto nivel, el Tribunal Supremo de Israel, asentado en Jerusalén, que cumple una doble función: a) como Corte Suprema de Justicia (legalidad), y b) como Tribunal Superior de Justicia, que emite decisiones como un tribunal de primera instancia, a partir de denuncias ciudadanas en contra de las decisiones de las autoridades estatales (constitucionalidad).
El 4 de enero de 2023, Benjamín Netanyahu, primer ministro israelí, presentó un plan integral de reforma judicial. El anuncio fue dado por el ministro de Justicia, Yariv Levin, sólo seis días después de jurar su cargo.
El proyecto se presentó como un plan necesario ante la “intervención de los tribunales” en las decisiones gubernamentales y en las medidas legislativas que “han llevado la fe del público en el sistema judicial a un mínimo histórico, han socavado la gobernabilidad y dañado la democracia”; por lo anterior, el gobierno, a través de las reformas, busca asegurar “el equilibrio adecuado entre los tres poderes del Estado”, mediante: i) una ley que permita que la mayoría simple de 61 legisladores pueda desechar una decisión de la Corte Suprema (“cláusula de anulación”), que implique derogar una ley o una decisión gubernamental; ii) nuevas regulaciones que reemplacen a los abogados del Comité de Designaciones Judiciales por cargos políticos, y iii) eliminación del supuesto de “razonabilidad” como fundamento legal para que el Tribunal Supremo pueda impedir el nombramiento de altos cargos, si no se cumple con la ley.
El pronunciamiento dio lugar a inconformidades y protestas de decenas de miles de israelíes. Salieron a las calles: alumnos y profesores de las principales universidades del país, juristas, incluso militares, y en la base, el poderoso contingente del sindicato más grande del país: la Federación General de Trabajadores de la Tierra de Israel (Histadrut), que se lanzó a la huelga a nivel nacional contra el plan del gobierno del primer ministro, con motivo de los puntos más polémicos de la reforma que traerían consigo la peor crisis constitucional de la breve historia del país.
Tras la posibilidad de una guerra civil o al menos de una fractura en la nación con motivo de la reforma judicial, el primer ministro Benjamín Netanyahu cedió ante las presiones el 27 de marzo y aletargó su plan, concediéndose un compás de tiempo para buscar un acuerdo con sus adversarios políticos. Reconoció las profundas divisiones del país y se pronunció a favor del diálogo: “Cuando hay una oportunidad de evitar una guerra civil mediante el diálogo, yo, como primer ministro, me tomo una pausa para dialogar”. Prometió alcanzar un “amplio consenso” durante el siguiente periodo de sesiones del Parlamento, que comenzaría el 30 de abril.
En respuesta, los oponentes al plan de reforma judicial también se pronunciaron sobre el por demás evidente conflicto de intereses del primer ministro israelí, por: a) su juicio por corrupción, en curso, y b) la reforma judicial impulsada desde su gobierno. Así pues, esgrimieron contundentes argumentos ante la Corte Suprema, poniendo al desnudo una reforma judicial de gran alcance que daba lugar a una “crisis nacional” que, en resumidas cuentas, reduce el conflicto al proceso de selección de jueces.
Aun habiendo superado el borrascoso episodio político del conflicto de intereses, las manifestaciones no cesaron: el jueves 27 de abril —tras meses de oposición— se hicieron presente cientos de miles de personas en la movilización, bautizada por los organizadores como la “marcha del millón”, que transcurrió sin enfrentamientos con la policía. Las manifestaciones callejeras siguieron incrementándose semana a semana, desde el pronunciamiento del plan de reforma judicial, pues hicieron presencia los más amplios sectores de la sociedad israelí, incluidos los líderes empresariales y el pujante sector tecnológico. Las movilizaciones se convirtieron en una oportunidad semanal para que la sociedad civil se expresara sobre los asuntos políticos del país; encomiable ejercicio democrático, ejemplar y ejemplificador.
A pesar de las protestas masivas, el domingo 18 de junio el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, informó a la sociedad que su gobierno —de forma unilateral— daría nuevo impulso a la reforma judicial. El anuncio fue dado a conocer luego de que, en esa misma semana, la oposición abandonara el diálogo de negociación iniciado en marzo, y de que la falta de compromiso por parte de los opositores sólo difirió por tres meses la puesta en marcha de la reforma.
Si bien el anuncio fue motivo de mayor inconformidad y advertencias por parte de la oposición, el primer ministro defendió su abanico de propuestas, que formaban parte del corazón de la reforma, y señaló que las enmiendas “serán formuladas con responsabilidad y discreción, atendiendo a todas las partes”. Sin pudicia, el gobierno de Netanyahu impone su reforma, bajo la consigna de que es urgente frenar la excesiva influencia del Poder Judicial en la adopción de leyes; eso es lo que ha indignado a la sociedad civil en general.
Los principales rubros de la versión original de la reforma judicial en Israel se entiende a partir de tres flancos: i) la modificación del comité de selección de jueces: conformado por nueve miembros repartidos entre el gobierno, la Knéset [Parlamento], la Corte Suprema y el colegio de abogados pasa a 11, pero con mayoría de siete para el Poder Ejecutivo; por lo tanto, el gobierno sólo necesita una mayoría simple para escoger a los magistrados tanto de la Corte Suprema como del resto de los tribunales; ii) una cláusula de anulación para que el Parlamento promulgue leyes, aun impugnadas por la Corte Suprema; de ese modo el Poder Legislativo podría revertir medidas que sean rechazadas por el máximo tribunal; más aún, la Corte tampoco podría invalidar reformas a las llamadas “leyes fundamentales” (normas básicas, a falta de constitución escrita) y sólo podría avalar las leyes regulares, con la aprobación de 12 de 15 jueces, en lugar de la mayoría simple que se requería antes de la reforma, y iii) la Corte Suprema no puede inhabilitar a altos mandos del gobierno; luego entonces, el Supremo quedaría impedido para inhabilitar ministros, juzgar o debatir mociones para declarar “no apto” a un primer ministro.
Desatendiendo la inconformidad ciudadana, Netanyahu aseguró que renunciaría a una de las cláusulas más polémicas de su reforma judicial —la que daba al Parlamento el poder de vetar al Supremo—; sin embargo, en un cínico ademán populista declaró a The Wall Street Journal: “Estoy atento al pulso público” y explicó que con su nueva versión de la ley esperaba encontrar un término medio para que cualquier reforma “se mantenga durante una generación”.
Netanyahu había afirmado —en un mensaje previo a la votación— que los derechos de los tribunales y de los ciudadanos israelíes no se verían perjudicados de ninguna manera, pues los tribunales continuarían inspeccionando la legalidad de las decisiones y los nombramientos oficiales; es decir, el Supremo aún podrá revocar decisiones gubernamentales con base en supuestos como la “desproporcionalidad”, la “discriminación” o la “ilegalidad”.
Entre huelgas, manifestaciones y una reestructuración del plan original de reformas, la madrugada del martes 11 de julio la Knéset aprobó en primera lectura la ley que elimina la doctrina de la “razonabilidad”, la cual permitía al Supremo revisar y revocar decisiones gubernamentales. El proyecto de ley pasó con 64 de votos a favor —todos los diputados de la coalición gobernante— y 56 en contra, tras una agitada sesión plenaria que se alargó más allá de la medianoche. Esto enardeció las intensas jornadas de manifestaciones, pues hubo acaloradas y tensas sesiones parlamentarias, manifiestos dramáticos, una sacudida ideológica en el cuerpo de reservistas en el ejército, así como diversas gestiones y pronunciamientos de activistas, políticos e ilustres juristas. Todo aquello fue en vano.
El lunes 24 de julio la Knéset aprobó íntegra la pieza clave de la reforma judicial que impacta a la Ley Básica. El Poder Judicial podrá impedir completamente que los tribunales evalúen la “razonabilidad” de las decisiones administrativas tomadas por el gobierno. Según la legislación actual, podrán seguir utilizando el principio para los burócratas o los funcionarios de ciudades, pero no para las decisiones del gabinete, y los titulares de cargos superiores del gobierno central. El proyecto de ley fue aprobado con 64 de 120 votos a favor y ninguno en contra, derivado del boicot de los diputados de la oposición durante la votación final en protesta. Esto aún no acaba: continuará.
Insistimos, no es coincidencia que en la era de la pospandemia los tiranos busquen consolidar los nuevos totalitarismos utilizando la ley a su conveniencia y poniendo camisas de fuerza a los jueces. Testigos del coup de grâce a la independencia judicial, allá la sociedad civil se levanta y grita a voz en cuello, mientras que aquí es avasallada y se pliega a los perversos intereses del caudillo.
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