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¿Quién le dice?

Quién le dice

La autora nos acerca a través de este ensayo literario a una reflexión sobre la memoria y el recuerdo de las letras a través de lo impreso y su paso a lo digital.


I

Las etimologías mienten. En algún momento tuvieron razón, pero ahora mienten. La revolución digital (frase muy manida de la década de 1990) se le adelantó a la palabra memoria y la convirtió en una apología del recuerdo, de manera que “memoria”: almacenar en la mente, y “recuerdo”: volver a pasar por el corazón, tienen ahora connotaciones distintas. 

Una memoria, después de 1987 —cuando llega al mercado—, dejó de ser solamente ese rinconcito ontológico que habita en nosotros y se le añadió a la palabra la posibilidad de ser utilizada para hablar de un pequeño dispositivo de  8, 16, 32 y 64 GB.  La insuficiencia de la memoria es destino. 

Por ejemplo, la literatura está siendo vivida, escuchada, transmitida por redes sociales, viva en su absoluta plenitud previa a ser escrita y difundida. ¡Qué entusiasmo los futuros que le esperan! ¿Le dicen ustedes o le digo yo?

II

En su libro Escritura no creativa, Kenneth Goldsmith recuerda a Walter Benjamin con la siguiente frase: “La manera en que se lee el Libro de los pasajes anticipa la manera en que hemos aprendido a utilizar el internet, atravesando su inmensidad con hipertextos que nos reenvían de un lado a otro: flâneurs virtuales”. Del francés flâneur, “paseante”​ o “callejero”, nos viene ese concepto que Goldsmith atribuye a quienes nos abrimos paso en la virtualidad dejando moronas de pan digital a la Hansel y Gretel para revisar contenido en internet.

Pregunto, entonces: ¿en el futuro la literatura actual será memoria o recuerdo, o sabremos recoger esas moronas para volver a cada artículo o a cada libro que leímos en algún momento para recordar? 

III

Antiguamente los textos eran memorizados con la intención de convertirse en palabra escuchada, gracias a lo cual la literatura oral democratizó las letras. Al mismo tiempo, la memoria invitó al recuerdo y de ahí que la única manera de revivir esas historias requiriera volver a pasarlas por el corazón: recordar lo escuchado por quienes se dedicaban a contar historias. Y de ese momento a la fecha sucedió una larga tradición literaria que con el tiempo involucró cada vez más a una gran diversidad de agentes para poder ser difundida y entregada a los lectores a manera de ejemplar. Sin embargo, al mismo tiempo, las memorias digitales almacenaron cuanta cantidad de pdfs y ebooks cabía en ellas, y de nuevo volvimos al escenario de la literatura gratuita que pasa de una computadora a otra y se acomoda en los fólderes de “libros por leer”, “libros terminados”, “libros cortos para cuando hay poco tiempo”, “libros que no me gustaron”, “libros favoritos”. 

IV

Imaginemos un escenario. Cientos de memorias digitales llenas de letras formadas en código, una computadora con la memoria llena a punto de quebrar, un personaje tratando de memorizar su estrofa preferida mientras abre cuanta página de internet puede contener el poema que quiere recordar —típico flâneur virtual en desespero—, cientos de libros acomodados por autor en lo que antes era un armario, todo sucediendo entre las mismas cuatro paredes, y la pregunta latente de si en el futuro la literatura actual será memoria, recuerdo o archivo suspendido en un péndulo histórico. 

V

Mientras esa respuesta se va articulando en las imprentas y en los servicios virtuales de libre descarga de libros, los lectores pasamos nuestros ojos por letras entintadas, pixeleadas, o escuchamos la voz de la persona de al lado contándole a alguien una historia mientras leemos esto. ¿Le dicen ustedes o le digo yo?

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