Formalismo judicial y derechos humanos: el replanteamiento de las causales de improcedencia en México

Ante la paradigmática reforma constitucional al Poder Judicial de la Federación, y frente a la necesidad de una justicia efectiva para las personas, Máximo Quijano Janet reflexiona sobre el juicio de amparo.


Las causales de improcedencia constituyen uno de los pilares técnicos del juicio de amparo en México. Su función, en principio, es depurar aquellas demandas que no reúnen los requisitos formales mínimos para ser estudiadas de fondo, con el objetivo de preservar la economía procesal y asegurar la certeza jurídica. Sin embargo, en la práctica, han sido también una vía mediante la cual el acceso a la justicia puede ser obstaculizado.

El problema que enfrentamos hoy es precisamente el de determinar cuál debe ser la función real de estas causales en el contexto del derecho procesal constitucional mexicano. ¿Son salvaguardas necesarias del orden jurídico, o barreras excesivas que impiden la protección efectiva de los derechos humanos?

La reciente reforma judicial de 2024 ha replanteado esta discusión de manera profunda. A diferencia de la tendencia que se había consolidado tras la reforma en derechos humanos de 2011 —orientada hacia una mayor apertura del juicio de amparo—, el nuevo modelo judicial, impulsado por la llamada Cuarta Transformación, propone una visión distinta: más formalista, rigurosa y restrictiva. Este cambio de paradigma exige un análisis cuidadoso de sus implicaciones en términos de acceso a la justicia y protección de derechos fundamentales.

La reforma constitucional de 2011: un juicio de amparo con enfoque progresista

La reforma constitucional en materia de derechos humanos de 2011 transformó de raíz el marco normativo mexicano. A partir de ella, se consagró en el texto constitucional una visión garantista de los derechos humanos, que obligaba a todas las autoridades a promoverlos, respetarlos, protegerlos y garantizarlos conforme a los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.

En el ámbito del juicio de amparo, esto supuso un giro hacia una mayor flexibilidad procesal. El acceso a la justicia se convirtió en una prioridad y, en consecuencia, muchas de las causales de improcedencia comenzaron a interpretarse de forma restrictiva. El principio pro-persona y el control de convencionalidad reforzaron esta tendencia: si existía la mínima posibilidad de que se estuviera afectando un derecho humano, lo correcto era entrar al fondo del asunto, aun cuando la demanda presentara defectos formales.

Este modelo, si bien no estuvo exento de críticas, permitió que el juicio de amparo se consolidara como un mecanismo real y efectivo para la protección de derechos humanos, incluso frente a omisiones legislativas o actos de autoridades con amplio margen de discrecionalidad.

La reforma judicial de 2024: un cambio de paradigma

Con el cambio de administración federal en 2024 y la consolidación política del movimiento de la Cuarta Transformación, se impulsó una ambiciosa reforma constitucional al Poder Judicial de la Federación. La narrativa que la sustentó se centró en tres grandes problemas: la corrupción judicial, el distanciamiento de los jueces respecto de la ciudadanía, y la existencia de prácticas de favoritismo y amiguismo que afectaban la imparcialidad de las decisiones.

Entre las medidas adoptadas se encuentra la elección por voto popular de jueces, magistrados y ministros, así como la reestructuración administrativa de los órganos jurisdiccionales. Pero lo más significativo ha sido el cambio en la visión del papel del juez y de la función del juicio de amparo.

En este nuevo modelo, figuras como la Ministra Lenia Batres Guadarrama —identificada como representante de la línea formalista— han cuestionado abiertamente el activismo judicial que caracterizó al periodo posterior a 2011. Su crítica central radica en que, bajo la bandera de los derechos humanos, muchos jueces asumieron un papel que excede sus funciones, creando criterios, principios y efectos que no derivan del texto legal o constitucional.

En consecuencia, se ha propuesto regresar a una aplicación estricta de las normas procesales, incluyendo un uso riguroso de las causales de improcedencia. Así, el juicio de amparo deja de ser visto como una herramienta de acceso expansivo a la justicia para convertirse en un instrumento técnico que debe ser utilizado dentro de los límites legales.

El replanteamiento de las causales de improcedencia

El replanteamiento de las causales de improcedencia debe entenderse como parte de este cambio ideológico. Bajo la reforma de 2024, no basta con tener un reclamo legítimo de derechos: también es necesario que se cumplan estrictamente los requisitos procesales. De lo contrario, el juicio debe declararse improcedente.

Esta postura implica un retorno al modelo formalista tradicional, donde el acceso a la justicia queda supeditado al cumplimiento estricto de formas y plazos. Desde esta perspectiva, se busca evitar el abuso del juicio de amparo, eliminar el activismo judicial y reducir la discrecionalidad en las decisiones. A su vez, se considera que ello contribuirá a combatir la corrupción y a depurar al Poder Judicial.

Sin embargo, esta visión tiene un costo: la posible restricción del acceso a la justicia y la disminución en la protección efectiva de los derechos humanos. Las personas en situación de vulnerabilidad, que muchas veces no cuentan con asesoría legal especializada, podrían quedar fuera del sistema por no cumplir con requisitos técnicos, aun cuando sus reclamos sean legítimos.

El modelo progresista, derivado de la reforma de 2011, tiene como ventaja principal su enfoque centrado en la protección de los derechos humanos. Permite a los jueces atender el fondo de los asuntos y aplicar principios constitucionales y convencionales en favor del quejoso. Además, promueve una justicia más cercana a las personas y sensible a las desigualdades estructurales.

No obstante, este modelo también tiene desventajas. El activismo judicial ha generado decisiones dispares, falta de seguridad jurídica y una percepción de arbitrariedad en algunos sectores. Además, ha sido utilizado por algunos actores como excusa para prácticas poco transparentes, lo que ha alimentado la narrativa de corrupción judicial.

El modelo formalista, por su parte, ofrece mayor certeza jurídica, limita la discrecionalidad judicial y refuerza el principio de legalidad. Su aplicación estricta puede contribuir a depurar el juicio de amparo y evitar su uso indebido. También responde a la exigencia ciudadana de mayor rendición de cuentas por parte de los jueces.

Sin embargo, su principal desventaja es que podría cerrar las puertas del juicio de amparo a miles de personas cuyos casos no cumplen con los requisitos formales, pero que enfrentan violaciones sustantivas de derechos. En este sentido, se corre el riesgo de debilitar el sistema de protección de derechos en México y de volver al amparo una figura inaccesible para quienes más lo necesitan.

El debate sobre las causales de improcedencia trasciende lo meramente procesal. En el fondo, se trata de decidir qué tipo de justicia queremos en México: una justicia cercana, flexible y centrada en los derechos humanos, o una justicia rigurosa, predecible y sujeta a formas estrictas. Ambas visiones tienen argumentos válidos y desafíos importantes.

La reforma judicial de 2024 ha marcado un punto de inflexión. El replanteamiento de las causales de improcedencia, en este nuevo contexto, se convierte en un símbolo del modelo judicial que se pretende construir. El reto será encontrar un equilibrio que evite los excesos del pasado sin sacrificar la protección efectiva de los derechos humanos.

La justicia no puede ser solo un ideal; debe ser también una realidad accesible para todas y todos. Y en esa tarea, el juicio de amparo debe seguir siendo una herramienta viva, dinámica y sensible a las necesidades de la sociedad.

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