El tema sobre las drogas preocupa en contextos como el mexicano. Sin embargo, la condena a la cultura que gira en torno al mercado pareciera tener un fundamento distinto al de esta preocupación. Franchezka Calzada Buendía analiza los fundamentos de clase que ahí subyacen.
En los últimos años, los narcocorridos y los corridos tumbados han ganado una presencia notable en la industria musical latinoamericana, especialmente en México y entre las comunidades latinas de Estados Unidos. Artistas como Natanael Cano, Peso Pluma o el Komander se han convertido en fenómenos de masas, acumulando millones de reproducciones, entradas agotadas y una influencia cultural innegable. Sin embargo, su música frecuentemente es atacada por medios, figuras públicas y sectores conservadores que la acusan de promover el crimen, la drogadicción y la violencia.
Este juicio no sólo recae sobre los artistas, sino también sobre su público, mayoritariamente joven, de clase trabajadora y racializado, al que se le acusa de tener “poca educación” o de ser “cómplice culturales del narco”. Paradójicamente, cuando estos mismos temas —drogas, crimen, marginalidad— son abordados por artistas blancos o por producciones como Breaking Bad, Euphoria o, incluso, por canciones de rock clásico, la crítica es mucho más liviana y celebra esas producciones como bienes artísticos complejos.
Este ensayo busca explorar esa doble moral que atraviesa la recepción cultural de la música sobre drogas y violencia, pues argumenta que lo que se condena no es tanto el contenido, sino quién lo produce y desde qué lugar de enunciación lo hace. A través del análisis de los narcocorridos y los corridos tumbados se expondrán los mecanismos de estigmatización de clase, racialización cultural y control ideológico operados por la industria cultural hegemónica.
Narcocultura y clase: ¿quién puede cantar sobre drogas?
Las narrativas sobre el uso de drogas, el crimen organizado y la marginalidad no son nuevas en la música. Johnny Cash cantaba sobre cocaína en “Cocaine Blues” en los años sesenta del siglo pasado. Los Beatles jugaron con referencias al lsd en “Lucy in the Sky with Diamonds”. Más recientemente, en el ámbito del pop y la televisión estadounidense, producciones como Euphoria o Skins retratan el uso de drogas entre jóvenes de clase media o alta, sin que esto genere un escándalo similar al de los narcocorridos.
¿Por qué, entonces, los corridos tumbados sí provocan indignación? La respuesta está en quién los escucha y quién los produce. Las expresiones musicales que provienen de sectores populares racializados son rápidamente asociadas con criminalidad, ignorancia y degeneración social. Se asume que quienes consumen esta música lo hacen por identificación directa con el narcotráfico, como si no tuvieran la capacidad de apreciarla críticamente. En contraste, el consumo cultural de drogas por parte de jóvenes blancos se percibe como una “exploración”, una “crítica social” o una “puesta en escena estética”.
El estigma que carga el narcocorrido tiene mucho más que ver con la posición de clase y raza de sus consumidores y creadores que con el contenido mismo de sus letras. Esta doble moral no sólo es hipócrita, sino profundamente violenta, pues niega a los sectores populares el derecho a narrar su propia realidad sin ser criminalizados por ello.
El corrido como documento social
Históricamente, el corrido ha sido una forma de crónica popular. En el México revolucionario narraba historias heroicas, amores imposibles y tragedias cotidianas. Con el paso del tiempo, los temas cambiaron: migración, pobreza, lucha contra el poder y, más recientemente, el narcotráfico. Lejos de ser un invento del crimen organizado, el narcocorrido es una respuesta cultural a contextos concretos de violencia estructural.
Como explica el investigador Juan Carlos Ramírez-Pimienta, “los corridos no inventan la violencia, la narran”. Son expresiones de una realidad marcada por la desigualdad, la corrupción, la falta de oportunidades y el abandono estatal. Negarles legitimidad artística o cultural implica también negar la realidad que los inspira. No se trata de glorificar el narco, sino de entender por qué ocupa un lugar central en la vida de muchas comunidades. Además, los nuevos corridos tumbados —con influencias del trap, el reguetón y el regional mexicano— han abierto un espacio híbrido donde lo marginal se vuelve masivo. Natanael Cano lo resumió en una entrevista: “Nosotros también podemos hablar de lo que vivimos, aunque no sea bonito”. Este derecho a narrar no debería estar reservado sólo para los sectores privilegiados.
Industria cultural y hegemonía blanca
La crítica a los narcocorridos no puede analizarse sin considerar cómo opera la industria cultural global. Teóricos como Theodor Adorno y Max Horkheimer sostienen que la cultura de masas no sólo entretiene sino también moldea conciencias, normaliza ideologías y legitima estructuras de poder. En este contexto, lo que se consume y cómo se consume está profundamente regulado.
Las grandes plataformas musicales como Spotify, Apple Music o YouTube juegan un papel clave. Canciones de Peso Pluma o Junior H se vuelven virales en TikTok, pero también son censuradas o etiquetadas como “nocivas”. Mientras tanto, artistas que son parte de la hegemonía y que cantan sobre el abuso de sustancias son promocionados como innovadores o transgresores. La diferencia es clara: cuando la marginalidad viene de los centros de poder se vuelve estética; cuando viene desde los márgenes reales se vuelve una amenaza. Esta lógica también atraviesa la estética. La “moda narco” —ropa cara, cadenas, tatuajes, autos lujosos— ha sido replicada por celebridades como Bad Bunny o por artistas de moda, y en ese tránsito se vuelve aceptable, incluso aspiracional. Pero cuando esa misma estética proviene de un joven de barrio, se convierte en sospechosa o criminalizada.
La estigmatización de los narcocorridos no sólo se manifiesta en el discurso mediático o en la crítica cultural, sino también en el ámbito legal. En varios estados de la República mexicana, como Sinaloa, Baja California, Chihuahua, Sonora y, recientemente, Quintana Roo, se han aprobado leyes o reglamentos municipales que prohíben la reproducción o la interpretación en vivo de corridos relacionados con el narcotráfico. Estas restricciones se justifican como una medida para prevenir la violencia, bajo la premisa de que estas canciones “incitan al delito”. Sin embargo, esta postura criminaliza la expresión artística popular y desplaza la responsabilidad estructural del Estado hacia los músicos y sus audiencias. Mientras otros géneros o producciones culturales extranjeras que abordan temas similares no enfrentan censura, el corrido —como forma de narración desde los márgenes— es convertido en chivo expiatorio de una violencia que tiene raíces mucho más profundas. Estas prohibiciones no sólo vulneran el derecho a la libertad de expresión, sino que refuerzan la narrativa de que la cultura popular es culpable de la violencia, invisibilizando así las verdaderas causas sociales y económicas del narcotráfico.
El doble filo del éxito: ¿hasta dónde pueden llegar?
El caso de Peso Pluma es emblemático. Con una voz nasal poco convencional y letras explícitas sobre drogas y violencia, ha conquistado escenarios internacionales, colaborado con artistas del pop y llenado estadios. Su éxito, sin embargo, no lo ha blindado del juicio moral. Políticos, medios y opinólogos lo acusan de ser un “mal ejemplo”, de “corromper a la juventud” o de banalizar la violencia. Esto revela otra dimensión de la doble moral: el sistema permite el éxito de los artistas populares sólo hasta cierto punto. Una vez que alcanzan visibilidad masiva, se les exige “limpiar” su discurso, suavizar sus letras o asumir una postura más moralista. De lo contrario, se arriesgan a la censura, la cancelación o el estancamiento comercial.