«Hace muchos años publiqué un relato que trataba del pánico de las nubes radioactivas que emanan de los reactores nucleares colapsados. Lo resucito ahora, cuando la invasión de Ucrania a manos del repulsivo señor Putin causó pánico internacional cuando sus huestes se acercaron a la colapsada planta nuclear de Chernobyl y, al hacerlo, revivieron la idea de la destrucción general.»
Cuando la planta nuclear de Chernobyl, en la ya desaparecida (pero resurgente) URSS, explotó y roció de plutonio enriquecido a varios millones de habitantes y hectáreas del continente europeo, convirtiéndolos en una probeta llena de carcinomas, yo vivía con mi familia en Norwich, una ciudad universitaria cerca de Londres.
Todas las noches veíamos dónde andaba la nube que había salido de Chernobyl: tenía aproximadamente el tamaño de Francia y se movía con los vientos caprichosos. Cuando la locutora de la BBC decía que había movido hacia Finlandia, dejábamos de aguantar la respiración. A la mañana siguiente volvíamos a aguantarla hasta saber en dónde andaba. La paranoia se había desatado. La gente se arremolinaba en los supermercados tratando de comprar agua embotellada, leche en polvo y colecitas de Bruselas congeladas antes de la explosión.
Los verdaderos problemas comenzaron la tarde en la que mi hijo de cinco años regresó del jardín muy emocionado por haber encontrado un pájaro muerto, que traía en la manita. Después de que lo tallamos dos horas con FAB (al niño), informó que lo había encontrado junto al estanque. Al fondo del jardín, vecino al patio de una escuela llena de aprendices de punk, estaba ese pond cuya profundidad siempre ignoramos y donde vivían unas ranas histéricas en condominio.
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Enterré el cadáver del pájaro en un montón de abono, cubriéndome las manos con bolsas de plástico, y le prohibimos al niño acercarse al estanque. Esa noche estábamos más ansiosos que nunca, esperando que la locutora dijera dónde andaba la nube radioactiva. Si anda por arriba del estanque, me dije, estamos perfectamente jodidos todos ustedes.
Andaba por Alemania Federal. Sin embargo, al día siguiente hubo dos pájaros muertos y tres el día después. Lo que había comenzado como un pánico normal comenzó a convertirse en pánico plus. Cada mañana me cubría de plástico y tapabocas para ir a inventariar pájaros muertos. Estábamos hartos de aguantar la respiración y ya nos salía leche en polvo y colecitas de Bruselas de las orejas.
El día que hubo siete pájaros muertos, decidí consultar a Dora, la vecina, que era bióloga. Nunca imaginé los problemas en que nos iba a meter. Su nombre completo era Dora Highbrow y vivía con Bobby Highbrow, un gato calicó de treinta kilos. Otro vecino nos dijo que era un escándalo, pues corría el rumor de que Dora y Bobby no estaban casados.
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Dora estaba convencida de que hablaba muy bien el español pues entendía mi impecable inglés. Sin embargo, se empeñaba en vocalizar muy lentamente cuando me hablaba. Cuando le conté lo de los pájaros dio tres pasos en reversa, tapándose la boca con la mano y diciendo: Oh, dear! (que significa “Ay, querido” —no que entre Mrs. Highbrow y yo hubiera algo: Bobby era celoso y ella era vieja—, pero que en realidad es como “qué barbaridad”). Una vez adentro de su casa, la escuché llamar a gritos a Bobby para contarle las malas nuevas.
Me sentí como un leproso. Esa noche la nube se acercó al norte de Escocia. Ahora sí, el pánico comenzó a acelerarse. Se organizaban brigadas que soplaran hacia el norte con objeto de impedir que cruzara la Muralla de Adriano. Pensé en la conveniencia de regresar a México. Me imaginaba a mi hijo eructando burbujas de zonzilio fosforescente por la boca que iba a salirle en la nuca.
Luego Mrs. Highbrow, seguramente aconsejada por Bobby, decidió delatarnos. A la mañana siguiente tocaron la puerta dos hombres vestidos de astronautas en un camión lleno de antenas y radares. Cuando iba a preguntar qué se les ofrecía me metieron en la boca un contador geiger desabrido. Los hombres, cruelmente eficaces, recorrieron con su contador geiger toda la casa: el pan blanco sobre la mesa, el excusado y los pasaportes.
Finalmente preguntaron por el estanque. Se meneaban como osos mientras nos dirigíamos a él. Había tres pájaros muertos y uno agonizante. Mientras le pasaban el contador geiger, vi a Mrs. Highbrow y a Bobby pertrechados en su ventana y con sendos tapabocas. Los hombres tomaron muestras del agua, nacionalizaron una rana y pidieron ver el cementerio de pájaros muertos. Al exhumar los cadáveres dijeron: “¡Ay, querido!”
Metieron todo en bolsas de plástico y me advirtieron que se pondrían en contacto. El fondo del jardín era ya como una tierra ignota de la que, en cualquier momento, emanarían unas ranas mutantes de dos metros, con colmillos de cristal goteantes de sangre, rugiendo como un mofle mexicano. Por si fuera poco, Dora y Bobby se encargaron de platicarle a los vecinos lo que sucedía en el Mexican’s pond. El cartero aventaba las cartas desde lejos, al niño lo sentaron hasta atrás del salón, el chofer del autobús nos negaba la parada. Hasta la princesa Diana nos miraba feo en la tele, cuando bautizaba un submarino.
Días más tarde llegó un oficial de la oficina de salubridad. Explicó que los pájaros se habían muerto por la culpa de la escuela que colindaba con el jardín. Rociaban ahí la basura con un veneno especial para aniquilar ratas inglesas: les provocaba una sed terrible y, cuando bebían, el veneno las enviaba al vénganos tu reino. Pues bien: los pájaros también comían ese veneno, bebían en nuestro pond y caducaban. Pero no había rastro de radioactividad. Le pedí, porfavorcito, que repitiera la información a Mrs. Highbrow.
Todo volvió a la normalidad. La nube iba y regresaba por el mapa de la tele con cierta indecisión hasta que dejó de aparecer. Claro, toda Europa estaba chernobileada pero estaba claro que había que dar vuelta a la hoja. La locutora regresó a las catástrofes habituales, es decir, el clima. En la tele, la princesa Diana se sonrojó por lo que hacen en las escuelas para matar ratas inglesas. Meses más tarde, Bobby asesinó a Dora para quedarse con la herencia.
Regresamos a México. Laguna Verde, la planta nuclear orgullosamente diseñada y construida por ingenieros mexicanos en el estado de Veracruz, informó el presidente Comosellame, ya iba a estar lista. Inevitablemente pensé en la que se va armar el día en que Laguna Verde estalle, porque va a estallar, arrastrando consigo un buen porcentaje de la geografía nacional. Pensé precaverme, esconder dinero para pagar las mordidas que exigirán los inspectores cuyos contadores geiger no van a servir, y para comprar agua, leche en polvo y huanzontles congelados.
Pero me detuve pues supuse que cuando suceda nadie va a enterarse. El gobierno no diría nada y, en caso de decir algo (cuando no sea posible evadir que el Golfo de México amaneció en Puebla), seguramente será en el sentido de que todo estaba calculado y cómo todo funcionó a la perfección. La tragedia de Laguna Verde se transformará en un gran triunfo; nosotros nos transformaremos en unas como marimbas de tripas; una de las bocas de la locutora de moda dirá que no hay ni una sola nube en ningún lado y el gobierno declarará que ahora sí, por fin, “¡la radioactividad es para todos!”