La expresión “morir como santo”, se utiliza con frecuencia en el lenguaje coloquial para describir el fallecimiento de una persona que expira en circunstancias muy favorables, prácticamente sin dolor o problemas significativos. Se trata pues de una muerte tranquila, pacífica y rodeada de seres queridos.
En el mundo occidental desde los albores del cristianismo podemos leer en los textos bíblicos (Marcos 6:13), que uno de los poderes otorgados por Jesús a sus discípulos fue el de sanar a los enfermos ungiéndolos con aceite y “echando fuera a los demonios”. Es este el precedente del sacramento cristiano que se denomina “unción de los enfermos”, anteriormente conocido como “extremaunción”, y que tiene por objetivo el paliar el sufrimiento de los agonizantes o de quienes se presume, están frente ante la inminencia de su fallecimiento, confortándolos espiritualmente.
Los puntos 1512 y 1513 del Catecismo de la Iglesia Católica nos dicen:
En la tradición litúrgica, tanto en Oriente como en Occidente, se poseen desde la antigüedad testimonios de unciones de enfermos practicadas con aceite bendito. En el transcurso de los siglos, la Unción de los enfermos fue conferida, cada vez más exclusivamente, a los que estaban a punto de morir. A causa de esto, había recibido el nombre de ‘Extremaunción’. A pesar de esta evolución, la liturgia nunca dejó de orar al Señor a fin de que el enfermo pudiera recobrar su salud si así convenía a su salvación.
El sacramento de la Unción de los enfermos se administra a los gravemente enfermos ungiéndolos en la frente y en las manos con aceite de oliva debidamente bendecido o, según las circunstancias, con otro aceite de plantas, y pronunciando una sola vez estas palabras: Por esta Santa Unción, y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad….
Constituye entonces dicho procedimiento litúrgico una fuente de sosiego para los creyentes, que puede ayudar a un enfermo terminal y a quienes lo rodean a que éste alcance una muerte alejada de mortificaciones y sufrimientos, en pocas palabras un bien morir confortado por un conveniente auxilio espiritual.
Pero más allá de consideraciones religiosas, que sin duda están presentes con frecuencia en el entorno que rodea a la muerte de cualquier ser humano, ha sido la ciencia médica y su desarrollo, principalmente en los últimos cien años, la protagonista en la capacidad de proveer a la sociedad de medios para controlar el sufrimiento de la persona humana derivado de las enfermedades y accidentes tanto leves como graves, constituyendo un elemento esencial en la mejoría de la salud y en la erradicación de males que hasta hace no muchas décadas significaban una inevitable condena a muerte. Los analgésicos, los antibióticos, las vacunas y los modernos procedimientos quirúrgicos son solamente una muestra de ello.
Sin embargo y sin dudar del evidente beneficio del descubrimiento y la invención tanto de medicamentos como de procedimientos, máquinas y aparatos cuyo objetivo es aliviar el dolor y en la medida de lo posible recuperar la salud de quienes padecen cualquier clase de enfermedad, su uso ha derivado con frecuencia, en el extremo de caer en la denominada obstinación terapéutica, que no es otra cosa que el buscar mantener con vida a cualquier costo y por cualquier medio, a una persona cuyo diagnóstico médico inequívoco es fatal e inexorable en el corto plazo.
El Derecho llega, como casi siempre, un poco después de lo que dictan las necesidades sociales. El antecedente moderno del Documento de Voluntad Anticipada, también conocido como testamento vital, (living will en inglés) se atribuye a Luis Kutner, abogado norteamericano, quien desde el año 1967 comenzó a escribir en pro de su implantación publicando en 1969 en el Indiana Law Journal, un documento modelo para manifestar la voluntad y el derecho del paciente a ser sometido o no a determinados tratamientos médicos en caso enfermedades diagnosticadas como terminales.
En Europa desde finales del siglo XX y principios del actual comenzó el debate a este respecto, pero enfocado más bien hacia la eutanasia y el reconocimiento del derecho a la decidir sobre la propia muerte y la práctica de esta, tema completamente distinto y totalmente opuesto al que nos ocupa y que se centra en el concepto de la Ortotanasia. Este término deriva de las raíces griegas ortho (correcto) y thanatos (muerte) refiriéndose a la muerte en el momento en que necesariamente debe de llegar sin que la misma se prolongue artificialmente mediante medios desproporcionados e inútiles, que únicamente alarguen el sufrimiento tanto del enfermo como de sus seres queridos haciendo abrigar en estos últimos, esperanzas vanas e infructuosas ante lo inevitable. Lo anterior, sin acudir en ningún caso a medios que impliquen una intervención activa para acelerar la muerte, permitiendo de este modo que la misma ocurra de forma natural y sin obstáculos artificiales.
En México, la voluntad anticipada se reguló por primera vez a través de la Ley de Voluntad Anticipada para el Distrito Federal de 2008, cuya normatividad fue abrogada por la actual Ley de Salud de la Ciudad de México en sus artículos del 149 al 155 y es definida como “el acto que expresa la decisión de una persona con capacidad de ejercicio de ser sometida o no a medios, tratamientos o procedimientos médicos que pretendan prolongar su vida cuando se encuentre en etapa terminal y, por razones médicas sea imposible mantenerla de manera natural, protegiendo en todo momento la dignidad de la persona”.
La voluntad anticipada debe formalizarse ante notario o ante el personal de salud de una institución sanitaria y en este caso ante dos testigos en un documento ad hoc, debiéndose en todo caso consignar el nombramiento de un representante que actuará como ejecutor para garantizar el cumplimiento de dicha expresión de la voluntad, constituyendo una obligación que en ciertos casos puede tener un grave peso de carácter moral, pero que sin duda implica un acto de amor y de respeto.
La atención médica del enfermo se concentrará en tales casos en los denominados cuidados paliativos, que no son otra cosa sino aquellos que tiendan a asegurar el menor sufrimiento y dolor para quien los padece, sin por ello dejar de lado el tratamiento primario de la enfermedad, pero ya sin recurrir a medios extraordinarios para prolongar la vida, quedando tales cuidados a cargo de un equipo multidisciplinario de médicos que puedan dar seguimiento a la evolución del enfermo terminal y debiendo serle proporcionados incluso fuera de un hospital.
Constituye pues la voluntad anticipada una opción legal que representa una forma mucho más humana y digna para enfrentar los momentos finales de nuestra existencia, la cual sin duda debería darse a conocer con mayor amplitud y claridad tanto en las aulas de Derecho como en campañas masivas de comunicación y redes sociales y ser asumida tanto reconocida como regulada también en la legislación federal, evitándose de esta manera un prolongado e innecesario sufrimiento para tantos enfermos terminales y sus seres queridos.
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