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Ricardo Franco Guzmán: Un formador de penalistas en México

Ricardo Franco Guzmán

Ricardo Franco Guzmán | Foto: David F. Uriegas

A sus recién cumplidos 94 años, Ricardo Franco Guzmán goza de una vitalidad y salud admirables que lo mantienen activo no sólo en la docencia, sino en toda clase de eventos relacionados con el derecho penal. Formador de innumerables generaciones de abogados en México —en las que lo mismo se cuentan un ex presidente de la República, destacados litigantes, gobernadores, secretarios de Estado, procuradores generales de la República y del Distrito Federal y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación—, Ricardo Franco Guzmán es una biblioteca de puertas abiertas a todo el que quiera abrevar no sólo de sus conocimientos, sino de sus experiencias de vida. Sirva esta entrevista-testimonio para rendir homenaje a uno de los maestros más queridos y respetados en la historia contemporánea de nuestro país.


Emociona verlo tan lleno de vida, a sus 94 años, siempre generoso para compartir su tiempo con quien tenga deseos de aprender no sólo del derecho sino sobre la vida misma. ¿Cuál es su secreto para conservar esa energía y vitalidad?

Lo importante en la vida es hacer lo que a uno le gusta. A mí me agrada y me fascina ser profesor de Derecho Penal en la UNAM. Por otro lado, seguramente tienen que ver los genes. En mi caso, los que me transmitieron mis padres deben haber sido muy buenos.

También me enseñaron excelentes hábitos de salud. En casa comíamos muy sano y la alimentación fue y sigue siendo muy importante en mi vida: consumo poca sal y azúcar, como muchas verduras y poca carne —sin ser vegetariano—. Y además me gusta comer con tranquilidad.

También cuido mucho la higiene, en todo sentido. Las dos únicas intervenciones quirúrgicas que he tenido fueron porque en una ocasión me caí, me golpeé en la cabeza del lado izquierdo y se me formó un coágulo; pasados unos años, recibí un golpe en el lado derecho de la cabeza y volvieron a operarme.

Otro aspecto importante es tener un trabajo que a uno le guste; además, ver siempre el lado positivo de la vida y de las personas sin acumular rencores.

Finalmente, tuve la fortuna de casarme con una esposa inteligente, lindísima y simpática. Nuestro matrimonio duró más de 60 años; tuvimos tres hijos varones a los que procuramos darles una educación que les enseñara a ser justos y buenos, a ver lo positivo de la vida y de las personas, y a no acumular rencores.

Todo eso me ha dado la oportunidad de llegar a mis 94 años contento, sin que aparentemente se noten los años, feliz de haber disfrutado a mis padres, a mis hermanos, a mi esposa, a mis hijos y a mis amigos. Pensando en que llegará un momento en que ya no esté por aquí, trato de deshacerme de las cosas que no me voy a llevar —que son prácticamente todas— y siempre recordar lo bueno de todo lo que tengo.

Ricardo Franco Guzmán ha sido condecorado por los gobiernos de Italia, Portugal, Brasil, Venezuela, Chile, Argentina, Australia, Polonia y México, recibiendo, entre otras preseas, la Medalla “Alfonso Quiroz Cuarón”, máximo reconocimiento que se concede a quien se haya distinguido por su quehacer criminológico en la cátedra, en el campo laboral y en su obra escrita.

¿Cómo transcurrió su infancia?

Nací el 7 de febrero de 1928. Mi padre era plomero y vivíamos en una vecindad, donde había unas diez familias y sólo había un baño. Estaba en la calle de Nonoalco, en la Colonia Guerrero, cerca de la estación de ferrocarril. Era un barrio de clase media baja. Así que nunca fui a un colegio de paga, sólo a escuelas oficiales. Después nos mudamos a la calle de los Héroes, que todavía existe, cerca de la calle de Guerrero. Asistí a la escuela primaria Belisario Domínguez y luego estudié dos años en la Secundaria número 11. La escuela era mixta, pero en mi tercer año se convirtió en escuela sólo para niñas, por lo que me fui a la Secundaria número 4, en las calles de Ribera de San Cosme, donde tuve maestros destacados, como el de Literatura, don Carlos Pellicer. Estudié la preparatoria en la única escuela que había entonces: la Escuela Nacional Preparatoria de la UNAM. Era el año 1940. Ahí conocí a Jacobo Zabludovsky. En ese tiempo la preparatoria era de dos años. Y luego entré a la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la UNAM, donde estudié cinco años.

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¿Por qué decidió estudiar derecho?

En enero de 1943, al tener que elegir una rama del conocimiento en la Escuela Nacional Preparatoria, le pedí consejo a mi papá. En ese momento él ya no se dedicaba a la plomería, sino al comercio —tenía una papelería en la colonia Guerrero—. Me dijo que veía en mí cualidades para ser licenciado en derecho, aunque no me dijo por qué. Así que yo seguí su consejo, muy obediente, y me inscribí en el área de Ciencias Sociales.

Me gustaron mucho las materias que impartían. Algunos de los maestros que más recuerdo con cariño son Erasmo Castellanos Quinto, de Literatura; María Caso, de Francés; Miguel Suárez Arias, de Etimologías; José Gaos, de Psicología, y Leopoldo Ancona, de Biología.

En enero de 1945 me inscribí en la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la UNAM, en la antigua casona ubicada en la esquina de las calles de República de Argentina y San Ildefonso, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, aunque sin mucha idea de qué iba yo a hacer ahí.

¿Fue una decisión atinada?

En los exámenes del primer año tuve resultados desastrosos: en cuatro materias pasé “de panzazo” con 6 y reprobé Derecho Civil. Otro se hubiera desanimado y cambiado de carrera, pero algo me decía que debía continuar, así que presenté el examen extraordinario y pasé también con 6. Imagínese qué éxito: ¡6 en todas las materias! Todo parecía decir que yo no tenía interés en la carrera de leyes.

En el segundo año tuve como maestro de Derecho Penal a don Raúl Carrancá y Trujillo y desde la primera clase quedé fascinado en todos los sentidos: me gustaba la materia, tenía un maestro con un extraordinario manejo de la lengua, que había estudiado en España, conocía a la perfección su materia y había sido alumno del gran penalista don Luis Jiménez de Asúa. Y saqué 10 de calificación, no sólo en su materia, sino en todas las demás de ese año.

También recuerdo con especial afecto a otros maestros, como Eduardo García Máynez, por su don de palabra, la profundidad de sus ideas y la rectitud de su pensamiento; Salvador Azuela, profesor de Derecho Constitucional; Ernesto Flores Zavala, profesor de Derecho Fiscal, a quien después le agradecí haber logrado que la Fundación Rotaria Internacional me concediera la beca Paul Harris para continuar mis estudios en Roma, y don Constancio Bernaldo de Quirós, profesor de Criminología, con quien además tuve estrechos lazos de amistad y agradecimiento.

Luego vino el famoso viaje a Italia y la odisea de regreso a México…

Así es. Después de recibirme de licenciado en derecho el 7 de junio de 1950, el rector de la UNAM, don Luis Garrido, me otorgó una beca para estudiar el Curso de Perfeccionamiento en Derecho Penal en Italia, donde estuve dos años, feliz de la vida. Salí de México con mi querido amigo Raúl Carrancá y Rivas en ferrocarril hasta Nuevo Laredo, luego en autobús a Nueva York, donde nos despedimos, pues yo encontré un pasaje de tercera clase (porque no había cuarta), en el fabuloso trasatlántico Queen Mary, hasta Le Havre, Francia, y de allí me fui en ferrocarril hasta Italia, en plena posguerra. Me tocó incluso ver tanques alemanes destruidos en algunas ciudades europeas.

Así llegué a los 22 años a Italia, a estudiar el idioma italiano, del que no tenía ni idea. Me inscribí en el Curso de Perfeccionamiento en Derecho Penal de la Universidad de Roma. A los 24 años terminé mi estudios, después de presentar el 5 de junio de 1952 un examen oral ante mis catorce profesores, en el que obtuve la máxima calificación, que era 70 sobre 70, y la mención honorífica.

Recibí 500 dólares para regresarme en avión a México, pero a mis 22 años, después de la experiencia de vivir en Europa y moverme con facilidad en muchos países, preferí regresarme en barco, por lo que busqué en diversas compañías de navegación la que me ofreciera el viaje por el Oriente. Encontré la compañía Isbrandtsen, que por 550 dólares me vendió un pasaje en el barco de carga y pasajeros Sir John Franklin, que tardaba 100 días para llegar a América. Así, el 6 de junio de 1952 salí de Génova, pasé por Alejandría, atravesamos el Canal de Suez, llegué a Karachi, en Pakistán, luego a Bombay, en la India, a Bangladesh, después a Singapur y estuvimos en Japón aproximadamente un mes. Yo me bajaba a conocer cada ciudad a la que llegábamos. Salimos de Yokohama y cruzamos el Atlántico en 14 días, hasta llegar a San Francisco, California. Y para alargar más mi viaje, regresé a México en ferrocarril.

¿Qué le esperaba en México?

Cuando regresé fui a saludar a don Francisco González de la Vega, quien había sido mi maestro en el segundo curso de Derecho Penal en la carrera y entonces era procurador general de la República. Él me nombró agente del Ministerio Público Federal y así seguí dedicándome al derecho penal.

Ricardo Franco Guzmán es miembro de número de la Academia Mexicana de Ciencias Penales desde el 7 de septiembre de 1956, por lo que es el decano de esta asociación, fundada en 1940 con el objetivo de colaborar con los órganos de la administración pública en el diseño y desarrollo de políticas y programas de gobierno en materia de justicia penal y de seguridad pública.

¿Cuáles son las experiencias que recuerda con más afecto?

Hay muchas, pero está, por ejemplo, mi primer trabajo. En 1947 el maestro Carrancá y Trujillo había concluido su encargo como presidente del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal y había abierto un despacho para litigar. Yo me enteré de esto en el periódico, así que fui a buscarlo y le pedí que me aceptara como pasante, a lo que contestó: “Esta pequeña oficina del edificio de Motolinía 8 que está viendo es mi despacho y todavía no tengo asuntos; ¿cómo voy a tener un pasante? Es más, no tengo ni silla ni escritorio para usted.” Por lo que yo me fui al Nacional Monte de Piedad a comprar una silla y un escritorio y regresé con ellos al despacho del maestro Carrancá y Trujillo. Así que me aceptó y tuve la oportunidad de aprender a litigar. No me le despegaba ni un minuto; de hecho me decían que era “la sombra” de Carrancá (y también por mi color moreno). Como todo el mundo lo conocía, así fui relacionándome con todos sus amigos, que eran muchos, incluyendo a los intelectuales españoles exiliados en México.

También recuerdo con afecto a don Alfonso Quiroz Cuarón. Aunque no fui su discípulo, lo considero mi maestro y uno de mis mejores amigos del siglo pasado. Viajé con él a diversos eventos en Nueva York, Oslo, Copenhague, Londres, Estambul, Ginebra, Milán, Verona, Venecia, Roma, París, Barcelona, Lisboa y La Habana.

Don Luis Jiménez de Asúa merece un recuerdo especial, como maestro y amigo. Desde los años 40 del siglo pasado lo conocí y pude viajar en 1955 con él y su linda esposa Mercedes a Londres, al Tercer Congreso Internacional de Derecho Penal, y a otros eventos de derecho penal a Buenos Aires, Santiago de Chile, Medellín, São Paulo, etcétera.

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Hablemos ahora de la docencia. Son ya casi 70 años como profesor en la UNAM. ¿Por qué se decidió por la vida académica?

Acabo de cumplir 68 años de profesor. Todo empezó en febrero de 1953, cuando a mi queridísimo maestro y amigo, don Constancio Bernaldo de Quirós, le diagnosticaron una enfermedad que requería una intervención quirúrgica, así que me pidió que lo sustituyera en su clase de Criminología, que era optativa en el quinto semestre de la licenciatura en derecho de la UNAM. Como era interino, esa experiencia no se tomó en cuenta para fines de antigüedad académica. Pero el 4 de mayo de 1954 inició oficialmente mi contrato como profesor de la Facultad de Derecho, actividad que se ha mantenido ininterrumpida hasta el día de hoy, en febrero de 2022.

Y como decía al principio de la entrevista, lo que más disfruto en la vida es ser profesor de Derecho Penal en la UNAM. Soy feliz cuando estoy frente a mis alumnos compartiendo lo poco que conozco de la materia. Incluso ahora en la pandemia estoy encantado dando clases por Zoom, ¡con el pantalón de la pijama y mis pantuflas, que no se ven!

Ricardo Franco Guzmán es licenciado y doctor en derecho por la UNAM, con diplomado en ciencias penales por la Universidad de Roma, y doctor honoris causa por el Instituto Nacional de Ciencias Penales de la Procuraduría General de la República, distinción que recibió el 4 de septiembre de 2000 en ocasión de los festejos por el centenario de dicha procuraduría, en ceremonia presidida por Ernesto Zedillo Ponce de León, presidente de la República, en la que también fueron galardonados Claus Roxin, de Alemania, y José Cerezo Mir, de España.

Es conocido que disfruta mucho la música…

Desde muy pequeño, por los años 30, comencé a disfrutar las canciones de Cri-Cri, el grillito cantor de Gabilondo Soler, por radio en la XEW. Después, en los años 40, me gustaba escuchar a Carlos Gardel cantando tangos. Por esas épocas empecé a enamorarme de la llamada “música clásica” y a disfrutar a los grandes compositores: Mozart, Beethoven, Bach, Vivaldi y tantos otros más. También a gozar de la ópera con Verdi, Puccini y Bizet.

Recuerdo que cuando yo tenía 6 años y estaba en primero de Primaria, la maestra formó a los alumnos y nos llevó caminando unas cuadras por la Alameda Central, hasta un gigantesco edificio que, nos dijo, era el Palacio de Bellas Artes y se iba a inaugurar ese día de septiembre de 1934. Sólo recuerdo que, estando adentro, volteamos hacia arriba y vimos un techo impresionante.

Pasados unos años, cuando estaba en la Escuela Secundaria 11, en las calles de Belisario Domínguez, a dos cuadras del Palacio de Bellas Artes, intervine en la ceremonia de fin de cursos y canté en la Sala Principal la “Serenata” de Paolo Tosti, lo que me quedó grabado para siempre.

Puedo decir que toda mi vida la he acompañado de música de todo tipo. Aprendí a tocar la guitarra en la adolescencia y continué cantando las más variadas melodías.

Ya de adulto, siempre disfruté las fiestas de carnaval que organicé con miembros de la Embajada de Brasil. También me encantó bailar todo lo que se pudiera.

Hace algunos años grabé un disco en el que mi querido amigo Francisco Pavón Vasconcelos —quien llegó a ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación—, su hermano Golo y yo tocábamos la guitarra y cantábamos antiguas canciones cubanas.

Por eso digo que no hay nada mejor para empezar el día que un baño de agua caliente en la regadera, escuchando a Celia Cruz con la Sonora Matancera, y concluir con agua bien fría para fortalecer el carácter y suavizar la piel.

De su ejercicio como litigante es conocido que declinó defender los casos de Joaquín Hernández Galicia, La Quina, y Raúl Salinas de Gortari. ¿Por qué?

Porque se trataba de asuntos más políticos que jurídicos. Desde que comencé a ejercer la profesión de abogado litigante tomé la determinación de nunca aceptar defender casos relacionados con el narcotráfico y la delincuencia organizada. Se gana mucho dinero, sí, pero hay una “pena de muerte” para los abogados.

Realmente nunca me movió tomar asuntos exclusivamente por la recompensa económica que pudieran significar. Ha sido dura la lucha, pero he tenido la fortuna de ganar la mayoría de mis casos o lograr resoluciones de no ejercicio de la acción penal dentro de la averiguación previa.

Podríamos seguir escuchando sus anécdotas, todas enriquecedoras y divertidas, pero no terminaríamos. Háblenos un poco de la reforma de 2008 que introdujo los juicios orales, de la que usted ha sido crítico. ¿Qué es lo que no le convence?

No estuve ni estoy de acuerdo con la reforma penal porque considero que se hicieron las cosas al revés. En forma sorpresiva, en unos meses nos encontramos con un cambio casi total en la legislación procesal penal aprobado en la Cámara de Diputados, y luego en la de Senadores, sin que hubieran participado los penalistas y los procesalistas más destacados del país. No se les tomó en cuenta. La Academia Mexicana de Ciencias Penales debió haber sido consultada. Dio la impresión de que quienes hicieron la reforma nunca habían litigado, ni habían sido funcionarios judiciales, jueces o magistrados. ¿Por qué suprimir conceptos como “cuerpo del delito” para imponer “datos que establezcan que se ha cometido ese hecho” o “formal prisión” por “vinculación a proceso”?

¿Algún mensaje final para nuestros lectores? Para quienes ya ejercen la abogacía y para los que se preparan en las aulas para hacerlo en el futuro.

Les aconsejo tratar de encontrar la propia vocación y luchar por desarrollarla en plenitud. Ya sea en la procuración o la impartición de justicia penal, en el Servicio Exterior Mexicano, en la política, en las empresas privadas o en el litigio en sus diversas ramas, dedíquense a la que más les atraiga en todos sus aspectos.

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