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El último regiomontano

Los Ferrocarriles Nacionales de México dejaron de transportar pasajeros en 1997, y dejaron de existir como tales en 2001. Triste cosa. Yo los usé mucho, entre Monterrey y México, durante años, hasta que ocurrió lo que cuento aquí. Era un desastre. Había que darle mordida al señor que vendía los boletos en la taquilla, y de ahí en adelante. Ahora el gobierno de la 4T, presidido por el comandante supremo Andrés Manuel López Obrador, ha decidido que deben renacer los trenes de pasajeros. Creo que va a ser divertido…


Domingo 6 de septiembre de 1987

18:00. El tren que va de Monterrey a México y se llama El Regiomontano arranca a tiempo. Los empleados andan huraños, como siempre. Huele a desidia, a fieltro viejo, a diésel. No sirve el aire acondicionado. ¿Por qué persevero en este amor imposible por los viejos trenes mexicanos de pasajeros? Museos rodantes, las ruinas de los pullman que fueron elegantes cuando, en Estados Unidos, hace sesenta años, cruzaban el continente.

18:20. La expresión “mancha urbana” en Monterrey no es una metáfora: mierda, miseria y graffiti multicolores en un marco de montañas. Voy en una “cama baja” en un vagón de dormir, como el de la orquesta de señoritas de Some Like it Hot, la película de Billy Wilder. Me esperan quince horas soponciales de traca traca, crucigramas, lectura.22:10. Saltillo. Por la ventana veo dos cosas: la catedral que brilla bajo los chorros de luz halógena y un patio de dos hectáreas donde brillan miles de botellas vacías de Coca Cola.

Lunes 7

8:00. Despierto. ¿Por qué dormí tan bien? Porque el tren estaba detenido. Abro la ventana: en vez de los magueyes sureños se mira el desierto: un peladero con algunas gobernadoras y huizaches. Supongo que estamos más cerca de Saltillo que de San Luis Potosí. En la madre: ya llegué tarde. Voy a desayunar: un cuerno con una hostia de jamón gelatinoso y un café con manchas de grasa. Los cocineros cantan canciones de despechados.

10:00. Nadie sabe qué ocurre. Algunos pasajeros pasean alrededor del tren y los niños les avientan piedras a las lagartijas. Un señor gordo explica: “Hubo un descarrilamiento”, y señala el horizonte. No hay un solo conductor o funcionario a la vista.

12:15. Algunos pasajeros organizamos un comité. Redactamos una carta pidiendo informes veraces sobre la situación y recolectamos firmas. Por fin encontramos al conductor, escondido en la locomotora. Acorralado, explica que sí, que hubo un descarrilamiento ayer, a la una de la tarde, de un tren de carga que bloqueó la vía. ¿Por qué nos mandaron por una vía que desde ayer saben bloqueada? Porque no localizaron a nadie que autorizara el uso de otra vía. Ajá. Supongo que el director de los Ferrocarriles Nacionales de México, un señor Humberto Mosconi, está en Las Vegas donde, anoche, miró un show. Una vez vi a ese señor en El Regiomontano con un grupo de amigos. Iban en un vagón lujoso, rodeados de camareros con filipinas coloradas, sirviendo comida gourmet y buenos vinos. El tren llegó a tiempo.

13:00. No hay comida en el carro comedor. ¿Qué va a pasar? Nadie sabe. En el comité decidimos racionar el agua, pero para eso necesitamos saber cuánta agua hay. Nadie sabe. El tren languidece bajo el sol, soltando de vez en vez unos suspiros tristes de vapor cansado. Levantamos un censo: hay 162 pasajeros, de los cuales 54 son menores de edad y 27 de la “tercera edad”. Hay dos médicos y una enfermera. También hay un cura, por si a alguien se le ocurre nacer o morirse. El conductor se parapeta detrás de su walkie-talkie y se defiende de las inquisiciones del comité declarando que él también va a llegar tarde. Alguien dice la predecible frase: “Por eso estamos como estamos”.

13:45. El jefe del carro comedor reconoce que hay veintisiete cuernos con jamón y sesenta litros de Coca Cola. El comité confisca la comida y los médicos quedan a cargo de distribuirla entre niños y ancianos, a quienes también decidimos entregarles las camas disponibles. Un hombre dice que los empleados suelen esconder la comida para venderla al llegar al siguiente destino. Afuera, el solazo. Unos adolescentes se empeñan en cantar “Caminante no hay camino”. Estoy, me percato de pronto, en el centro de México…

14:25. El conductor anuncia que la vía ha sido despejada. La gente se monta al tren y arrancamos. Los cálculos son que llegaremos a México a las dos de la mañana del martes. El comité exige al conductor que tengan lista suficiente comida en la estación de San Luis Potosí y que se avise del retraso por los medios de comunicación. El conductor se nos queda viendo con bastante odio. Una señora que iba a un funeral llora por los corredores.

15:45. Se detiene el tren en un pueblo que se llama Polvareda. Los habitantes venden a los pasajeros todo lo que tienen, lo más caro que pueden, desde unas osadas gorditas de barbacoa hasta rebanadas de pan bimbo con chile al estilo Polvareda. Los pasajeros compramos todo. El ingreso per capita de Polvareda sube varios deciles. Alguien propone que todo estaba calculado porque el conductor es originario de Polvareda y quiere ser presidente municipal. La charla deriva a las cantidades con que hay que sobornar a los boleteros en las estaciones para conseguir una cama en el pullman. Los jóvenes cantan “Sigo siendo el rey”.

16:32. El comité sesiona en el carro fumador. Redactamos un anexo a la carta. Un tipo sin cuello declara que ya está hasta la madre de nuestro comité, hace aspavientos tintineando sus esclavas de oro, vocifera que ahí nadie saba nada de trenes más que él, porque él es el gestor del sindicato de ferrocarrileros.

18:20. Llegamos a San Luis. Nadie sube comida. Nadie encuentra al conductor. Se nos dice que terminó su turno y ya se fue. Lo que sí suben es Coca Cola, a veinte pesos la lata. Conceden diez minutos para ir a una tienda cercana a comprar chatarra comestible. Una señora embarazada se soba la panza y anuncia, con gran solemnidad, que tiene un aire.

21:15. El señor gordo explica en el carro fumador que estas cosas suceden por tres razones: porque los mexicanos somos bien dejadotes, por culpa de los masones y porque nunca se ha respetado la división de poderes.

23:35. Una señora llorosa recorre los pasillos gritando que cambia cuatro Twinky Wonders por un vaso de leche o un yogurt.

Martes 8

00:45. Otra vez detenidos. Tras la ventana, entre la bruma y la luz mercurial, los atlantes de Tula. Los perros tulenses ladran. Una barda dice: “Los ferrocarrileros con López Portillo”. Una docena de zapatos tenis cuelga de los alambres.

1:30. El cementerio de trenes: montonales de cadáveres de locomotoras de vapor y diésel yacen mirándose las caras, oxidándose bajo la luz de la luna.2:18. Por fin en México. El tren frena con una última chilladera de zapatas cristalizadas. No hay cargadores. No hay nadie. Nunca más, me digo. ¿Para qué perseverar en este amor imposible? ¿Era de Neruda esa definición del tren: Oruga, susurro, animalito longitudinal? Los pasajeros arrastran las ristras de hijos moqueados y sus maletas por los andenes oscuros. No hay nadie en la cabina de la locomotora. Hace frío. En la sala de espera el pizarrón dice que llegamos hace doce horas. En la calle no hay nadie, ni taxis ni camiones. Los pasajeros se amontonan en la banqueta volteando para todos lados. Un taxi solitario se detiene, la gente se abalanza, el taxista subasta su servicio. Lo gana el abogado del sindicato.

Texto tomado del libro Viaje al centro de mi tierra.

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