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Federalismo en México: Origen y evolución del Estado federal

Para comprender el federalismo mexicano, no basta con acercarnos al modelo estadounidense. A partir de un análisis comparado, Santiago de Hoyos Guzmán nos presenta esta perspectiva crítica.


El artículo 40 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos sienta las bases de la organización del Estado mexicano como un Estado federal compuesto por una Federación y diversas entidades federativas. A la luz de la sistemática que prescribe nuestra Constitución, partiendo de la realidad práctica vive el país, están en lo correcto quienes afirman que el federalismo en México tiene como principal objetivo salvaguardar la autonomía de las entidades federativas, evitando, a su vez, la centralización del poder. No obstante, este significado que se le atribuye al término debe ser estudiado desde una perspectiva histórica y jurídica; lo anterior, en tanto que su empleo a lo largo del globo terráqueo no implica una identidad en sus causas y en sus manifestaciones prácticas.

En un gobierno de corte federalista resulta esencial la existencia de un acuerdo entre aquellos que se unen para dar lugar a una Federación o un poder central. Éste es el punto esencial de un verdadero federalismo, y para que éste sea posible, el jurista mexicano, Luis Medina, señala dos facultades mínimas que las partes integrantes de ese pacto deben ceder: i) el monopolio de la defensa frente al exterior y ii) el monopolio de las relaciones exteriores. De las anteriores, la primera es la más importante en tanto que entraña la renuncia al ius belli, es decir, al uso de la fuerza para dirimir conflictos.

El federalismo como forma de gobierno de un Estado nacional necesariamente tiene sus antecedentes en la Constitución de Estados Unidos, pues fueron ellos, los estadounidenses, los precursores del primer pacto federal en la historia política del mundo occidental.

En Estados Unidos, el periodo comprendido entre 1781 y 1787, con el reconocimiento de la independencia de las 13 colonias y la promulgación de la Constitución de ese país, respectivamente, marcó un hito en la historia. Durante ese tiempo nació y fracasó el proyecto de confederación que dio lugar al debate sobre la forma de organización política que debía plasmarse en la Carta Magna. Así, entre 1787 y 1789, fechas correspondientes a la promulgación y a la entrada en vigor de la Constitución estadounidense, surgieron dos corrientes de pensamiento para abordar esta problemática: por un lado, los federalistas, liderados por Alexander Hamilton, y, por otro, los antifederalistas, liderados por Thomas Jefferson. 

En este contexto, los federalistas buscaron el fortalecimiento del centro a través de un incremento en el espectro de sus facultades, desestimando, a su vez, la importancia de un catálogo de derechos que protegiera a los ciudadanos. El ideal federalista, en toda su esencia, encuentra su síntesis en las siguientes palabras de su líder: “Aquí, en estricto rigor, el pueblo no renunció a nada, y como retiene todo, no necesita reservarse ningún derecho en particular […] La declaración de derechos no sólo es innecesaria, sino que puede ser hasta peligrosa. Contendrían varias excepciones a poderes no concedidos y por ello mismo proporcionarían un pretexto plausible para reclamar más facultades de las que otorgan”.

Como antítesis de lo anterior estuvieron los antifederalistas, liderados por Thomas Jefferson, quien fuera embajador de Estados Unidos en Francia en tiempos de la Revolución francesa y cuyo ideal, partiendo de una concepción regionalista, giraba en torno del fortalecimiento de las entidades federativas y, aunado a la visión contractualista de Thomas Hobbes, de la creación de un catálogo de derechos. A este respecto escribió Jefferson, bajo su pseudónimo, Brutus: “Es una verdad confirmada que todo hombre a que se le otorga un poder siempre va a hacer todo para aumentarlo […] Esto llevaría al cuerpo legislativo federal a menoscabar y, en último término, anular la autoridad de los Estados, y sin duda ésas serían las consecuencias del gobierno federal”.

Este choque de ideales trajo consigo grandes problemas, de los cuales el principal fue la suspensión de la entrada en vigor de la Constitución promulgada en 1787, en tanto que contenía una disposición que supeditaba el inicio de su vigencia a la aprobación por lo menos de nueve estados. Así, con el objeto de poner fin a esta confrontación ideológica se firmó el Acuerdo de Massachusetts entre federalistas y antifederalistas, en el que los segundos se comprometieron a cooperar para obtener la aprobación de los nueve estados siempre y cuando, una vez reunido el primer congreso, los federalistas accedieran a que este último expidiera un catálogo de derechos. Lo pactado entre las partes se cumplió y dio lugar al nacimiento del primer Estado federal.

Por su parte, en México, la discusión sobre un cambio en la forma de gobierno no comenzó sino hasta la caída del Primer Imperio encabezado por Agustín de Iturbide. Así, después de instaurarse el primer Congreso Constituyente de la época, cuyas sesiones iniciaron el 5 de noviembre de 1823, tras largos años de arduo diálogo y como consecuencia del desprestigio en el que se sumió la monarquía, se publicó, el 4 de octubre de 1824, la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, la cual estableció para el Estado mexicano el régimen de república representativa, democrática, laica y federal. El federalismo fue la solución fast-track del constituyente de esa época para hacer frente a los regionalismos imperantes que surgieron durante la derrota del imperio de Iturbide. No obstante las tentaciones extremadamente autonomistas de los territorios de los actuales estados de Jalisco, Yucatán y Zacatecas, el pacto fue una realidad. Sin embargo, dio como resultado un federalismo particular o, para muchos, menguante. Coincido con la historiadora mexicana Josefina Zoraida Vázquez en que el resultado de ese proceso fue un federalismo irregular que contiene dobles relaciones asimétricas: Federación débil/entidades federativas fuertes o presidente de la República débil/congreso fuerte.  

Lo expuesto antes permite entender que el federalismo en México difiere del federalismo original, como lo concebía Alexander Hamilton en The Federalist Papers y, en todo caso, se asemeja más al antifederalismo de aquella época. Si bien tanto Estados Unidos como nuestro país ostentan un sistema federal, al adentrarnos en las circunstancias políticas y jurídicas de cada época que rodearon la historia de estas naciones podemos vislumbrar los puntos de divergencia que existen entre ambos sistemas. El análisis realizado permite entender las diferencias que existen en las figuras clásicas que emanan del federalismo y que fueron adoptadas tanto en México como en Estados Unidos; por ejemplo, el principio de reparto y el funcionamiento de las facultades concurrentes. Estas últimas no se manifiestan en México como una concurrencia en sentido estricto sino como una coincidencia entre Federación y entidades federativas. Lo anterior se entiende mejor no a la luz del federalismo estadounidense, sino a la luz del federalismo cooperativo alemán. Derivado de lo anterior, al estudiar instituciones emanadas del federalismo mexicano, limitarse sólo al estudio del sistema anglosajón puede dar lugar a una interpretación incorrecta. Se tiene que entender el federalismo y, en particular, el federalismo mexicano, desde una perspectiva multifacética, tomando en cuenta las circunstancias históricas, políticas y jurídicas de cada país.

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