Según Ana Sánchez de la Nieta, Thomas Jolly, el artista queer al que Francia encargó la inauguración de los Juegos Olímpicos de París confiesa que diseñó el espectáculo con un sentido político y con la idea de transmitir las ideas republicanas francesas de inclusión y solidaridad. Sin embargo, después de ver la ceremonia y leer y escuchar las reacciones de muchos espectadores, queda la duda de si, pese a los buenos deseos, la inauguración de estos Juegos resultó excluyente para una gran parte del público.
La ceremonia tuvo una primera polémica muy encendida que, con el paso de las horas y algunas explicaciones, fue bajando en intensidad. Bajo el epígrafe de Festividad parecía representarse La última cena de Leonardo da Vinci. Jesús y los apóstoles se sustituían por dragqueens con posturas insinuantes y la presencia de algunos niños. Fueron muchos los que protestaron por considerar blasfema la figuración. Entre otros, la Conferencia Episcopal francesa, que –con un comunicado ejemplar en el que reconocía los logros de la ceremonia– lamentaba el carácter ofensivo de la perfomance. Sorprendió la reacción del líder de la ultraizquierda, Jean-Luc Mélenchon, que también manifestó su disgusto por la escena: “¿Por qué arriesgarse a herir a los creyentes? ¡Incluso cuando seamos anticlericales! Esa noche –escribió en su blog– estábamos hablando con el mundo. Entre los mil millones de cristianos que hay en el mundo, ¿cuántas personas valientes y honestas hay a quienes la fe les ayuda a vivir y saben participar en la vida de todos, sin molestar a nadie?”.
Al día siguiente, Jolly se defendió diciendo que La última cena no había sido su referencia, que no quería ofender, y que la idea era mostrar un gran festival pagano conectado con los dioses del Olimpo. Jolly no nombró ninguna obra, pero los internautas hicieron los deberes y pusieron nombre a la posible referencia de Jolly, El festín de los dioses, de Van Biljert. En cualquier caso, la “confusión” de los espectadores era explicable. En primer lugar, porque unos minutos antes, el guion de la ceremonia había mostrado el robo de la Mona Lisa –otra célebre obra de Leonardo da Vinci–- por parte de unos minions. Pero, sobre todo, porque la pintura de Leonardo es infinitamente más conocida que la de Van Biljert.
Parece que esto no tiene nada que ver con la inclusión. Pero un poco sí. Diseñar una ceremonia para millones de espectadores en todo el mundo supone tratar de adoptar unos códigos entendibles para la mayoría. Es lo que hizo el director de cine Danny Boyle, creador de la ceremonia de los juegos de Londres 2012, cuando hizo saltar a James Bond de un paracaídas para custodiar a la reina Isabel de Inglaterra. Boyle respetó los códigos, dialogó con los espectadores y no dio lugar a equívocos. Y nadie confundió a James Bond con Jesucristo.
Logros inclusivos
Al margen de esta polémica, hay que elogiar –efectivamente– algunos logros inclusivos. Sacar la ceremonia del estadio y llevarla a la ciudad, además de una novedad, era una manera de acercar los Juegos a un público mucho más amplio. Incluir entre los portadores finales de la antorcha a atletas paralímpicos supone visibilizar y elogiar a estos deportistas y, de paso, a todas las personas que sufren una discapacidad. Al igual que dar protagonismo a Alain Calmat, el ganador olímpico francés más longevo, que recibió la llama olímpica en su silla de ruedas. Por otra parte, y a pesar de las quejas de algunos, tiene bastante sentido la actuación de una cantante como Aya Nakamura: que nació en Mali, se crió en Francia y ha roto todo tipo de récords de ventas y reproducciones. Y no deja de ser un guiño ingenioso que cantara el For me formidable, de Charles Aznavour.
En el diseño de la ceremonia, los deportistas, excepto en el tramo final, fueron actores absolutamente secundarios
Aunque quizás, y en el culmen de la inclusión, estuvo el maravilloso broche final. Una Céline Dion que llevaba cuatro años sin actuar como consecuencia de una grave enfermedad neurológica y que, emulando a Edith Piaf, cantó desde el primer piso de la torre Eiffel y bajó una tormenta inclemente, el Himno al amor.
Una mirada y una ideología que expulsan
Sin embargo, no todo fue inclusión, y en la ceremonia del pasado 26 de julio hubo muchos que se sintieron excluidos. Jolly ha manifestado en alguna entrevista que, al idear la ceremonia, no pensó tanto en el deporte sino en su significado político. Eso fue patente en un diseño de producción en el que los deportistas –excepto en el tramo final y con algunos momentos muy conseguidos como la aparición de Zinedine Zidane y Rafael Nadal– fueron actores absolutamente secundarios. Casi atrezzo.
Pero es que, además, el sentido político de la ceremonia fue dejando “cadáveres” por el camino. Por ejemplo, en la selección de las diez mujeres homenajeadas. La simple enumeración –Olympe de Gouges, Alice Milliat, Gisèle Halimi, Simone de Beauvoir, Paulette Nardal, Jeanne Barret, Louise Michel, Christine de Pizan, Alice Guy y Simone Veil– suscita dudas sobre la amplitud de miras y el deseo de concordia. Sorprendió la insistencia en destacar a varias de ellas como defensoras del aborto, un tema que –se quiera o no– siembra división en la sociedad. Y sorprende también porque no se termina de entender por qué se dejó fuera a mujeres como Marie Curie, Teresa de Lisieux, Sonia Delaunay o incluso Coco Chanel. Por qué ni siquiera se incluyó a las –escasas– mujeres que están en el Panteón de los hombres ilustres. Por aquello de la diversidad y para no reducir todo a la política. Y a una determinada política.
También fue muy criticada la perturbadora representación de María Antonieta decapitada. Algunos vieron una exaltación de la violencia y, de nuevo, el propio Mélenchon denunció “la vuelta a épocas pasadas que nadie querría rememorar”. Otros reprobaron la lectura histórica que transmitía la escena. Unos y otros coincidieron en lo inoportuno de mostrar decapitaciones sangrientas en el contexto de unos Juegos Olímpicos. Simplemente no era ni el lugar ni el momento.
Una parte de la ceremonia se convirtió en un festival “queer”, con su gusto por el exceso, la hipersexualización, lo perverso y lo feo
Pero lo que finalmente excluyó a muchos de la gala fue el activismo queer de Jolly. Un activismo que conlleva una mirada que incluye a algunos…, pero termina dejando fuera al resto. Recurriremos a un filósofo francés –Jean-François Lyotard– para explicarlo. Lyotard sostiene que, una de las características de la sociedad posmoderna es el fin de los metarrelatos, de las explicaciones comunes y casi omnicomprensivas que podían, incluso, dar forma a los Estados. Esta crisis del metarrelato se traduce en la multiplicación de microrrelatos, explicaciones parciales basadas en la subjetividad y que aglutinan a unos cuantos. En las últimas décadas, y con la proliferación de la cultura woke, las políticas identitarias han adoptado estos microrrelatos y, de paso, se han puesto a pelear entre ellas y contra el resto. En ocasiones, parece que estos microrrelatos aspiran a convertirse en el objetivo, convirtiendo lo que por naturaleza es minoritario en general o, al menos, mayoritario. Confundiendo a veces el respeto con la imposición de la mirada.
Esto es lo que pasó en París: una parte de la ceremonia se convirtió en un festival queer, con su gusto por el exceso, la transgresión, la hipersexualización y su imán hacia lo perverso y lo feo. Y lo siguiente que pasó es que por la misma puerta por la que entra esta cosmovisión, salen muchos. Salen los niños (y protestan con razón los que denuncian que en esos momentos de la ceremonia no tendrían que haber actuado niños), muchas familias, otros que no conectan en absoluto con una estética anclada en la extravagancia o que, simplemente, no comparten un credo ideológico. Un credo que, además, se mostró con una agresividad que parece querer esconder los últimos resultados electorales. La gala evidentemente estaba guionizada antes, pero muchos vieron en las encendidas y exageradas manifestaciones alrededor de la ceremonia –“esto es Francia y estos son nuestros valores”– una accusatio manifesta. Un deseo de olvidar que, hace solo unas semanas, millones de franceses habían votado al partido de Marine Le Pen.
Pero hablábamos de inclusión. Y al final, si en una ceremonia en la que apuestas por ella, has dejado fuera a los deportistas, a las familias, a los niños, a las personas provida, a los heterosexuales, a los creyentes y a todos los que no comparten tus ideas políticas, has dejado fuera a millones, muchos millones de personas.
Y eso no es bonito. Y menos en unos Juegos Olímpicos.
El atentado al Charlie Hebdo ha llevado a algunos comentaristas a defender la existencia de un derecho a la libertad de expresión sin restricciones. Pero el constitucionalista Pierre de Vos explica que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha declarado en varias sentencias que las limitaciones están justificadas por el Convenio Europeo de Derechos Humanos.
El primer párrafo del artículo 10 del Convenio reconoce a toda persona el derecho a la libertad de expresión “sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas”. Pero el segundo añade que su ejercicio “podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley” cuando sean necesarias para garantizar ciertos bienes jurídicos como la seguridad nacional, la defensa del orden y la prevención del delito o la protección de la reputación o de los derechos ajenos, entre otros bienes.
De Vos recopila en su blog varios casos en los que el TEDH ha recurrido a este artículo para justificar las limitaciones a la libertad de expresión. En el caso Otto-Preminger-Institut v Austria (1994), el TEDH dio la razón al gobierno austriaco, que había retirado una película ofensiva contra el cristianismo (cfr. Aceprensa, 28-09-1994).
El Tribunal declaró que “las autoridades austriacas actuaron para garantizar la paz religiosa en la región y para evitar que algunas personas se sintieran atacadas por sus creencias religiosas de manera injustificada y ofensiva”. También subrayó que “se puede juzgar necesario, en ciertas sociedades democráticas, castigar o impedir ataques injuriosos contra cosas que son objeto de veneración religiosa”.
El TEDH emplea una argumentación similar en el caso Wingrove v The United Kingdom (1996). El organismo británico que clasifica las películas prohibió exhibir un cortometraje que representaba de modo insultante y obsceno a Jesucristo y a santa Teresa de Jesús, alegando que violaba la ley de blasfemia. Y el director recurrió ante el TEDH por entender que la negativa vulneraba su derecho a la libertad de expresión.
Pero el Tribunal contestó diciendo que esa interferencia estaba justificada por el artículo 10.2 de la Convención, ya que es una restricción “prescrita por la ley” (la de blasfemia) y persigue una meta legítima. La ley de blasfemia no prohíbe expresar puntos de vista hostiles a la religión, pero sí algunos modos de manifestarlos (cfr. Aceprensa, 11-12-1996).
El artículo 10.2 también ha servido para confirmar una condena por blasfemia dictada en Turquía por “ataques ofensivos en asuntos considerados sagrados por los musulmanes”, como en el caso Ï.A. v. Turkey (2005).
Y también para avalar la condena por complicidad en apología del terrorismo a un dibujante francés que hizo una sátira con motivo del atentado del 11-S. En esta ocasión, caso Leroy v France (2008), el TEDH entendió que la sanción era pertinente pues la caricatura –publicada dos días después del atentado– había provocado una reacción capaz de alterar el orden público.
Escalada de provocación
También el Papa Francisco se ha pronunciado sobre los límites a la libertad de expresión, en respuesta a una pregunta planteada durante su viaje de Sri Lanka a Filipinas. Tras denunciar unos días antes la crueldad del atentado al Charlie Hebdo y de haber rezado por las víctimas, el Papa ha querido subrayar ahora que “no se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás”.
Y puso un ejemplo gráfico: “Es verdad que no se puede reaccionar violentamente, pero si Gasbarri [uno de sus colaboradores que viajaba en el avión], gran amigo, dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!”.
“Toda religión tiene dignidad, cualquiera que respete la vida y la persona, y yo no puedo burlarme de ella”, añadió “Puse este ejemplo (…) para decir que en esto de la libertad de expresión hay límites, como con lo que dije de mi mamá”.
Las palabras del Papa se entienden mejor a la luz de la decisión que ha tomado el Charlie Hebdo de volver a los quioscos con una portada en la que se ve otra caricatura de Mahoma. Precisamente estos días, Henri Roussel, uno de los fundadores del semanario, ha publicado un artículo en Le Nouvel Observateur en el que afirma que Stéphanie Charbonnier (Charb), director del Charlie Hebdo que murió en el ataque, “arrastró”; a su equipo a la muerte por “exagerar” las caricaturas.
Russel, de 80 años, critica la escalada de provocación en la que había entrado el semanario. Las oficinas del Charlie Hebdo fueron incendiadas por unos encapuchados, tras haber publicado en 2011 una portada que se burlaba de Mahoma y de la ley islámica. “No debería haberlo hecho, pero Charb lo hizo de nuevo un año más tarde, en septiembre de 2012”, escribe Russel bajo el pseudónimo de Delfeil de Ton.
La acusación de Russel ha provocado una enérgica reacción por parte de Richard Malka, abogado del Charlie Hebdo durante los últimos veinte años. Según cuenta The Telegraph, Malka se quejó a los propietarios de Le Nouvel Observateur por haber publicado el artículo de Russel cuando Charb ni siquiera había sido enterrado.
Matthieu Croissandeau, editor de Le Nouvel Observateur, justificó la publicación del artículo con las siguientes palabras: “Recibimos este texto y, después de un debate, decidí publicarlo en un especial sobre la libertad de expresión. Me habría parecido preocupante censurar su voz, incluso si es discordante. Sobre todo, porque es la voz de uno de los pioneros del grupo”.
Roma.— La libertad de expresión es uno de los derechos fundamentales más preciados en las sociedades democráticas. Pero en no pocos casos se usa más allá de unos límites razonables, socavando el clima de respeto que debería existir en esas sociedades. ¿Existe un derecho absoluto a la sátira de la religión? Profesores de varias universidades italianas, periodistas y representantes religiosos han analizado la cuestión en un seminario.
El pasado 26 de febrero tuvo lugar una jornada de trabajo organizada por el Comité Información y Tradiciones Religiosas, la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (PUSC) y la Asociación Iscom, bajo el título “Libertad de expresión, derecho a la sátira y tutela del sentimiento religioso”. Estructurado en tres grandes bloques temáticos, el seminario online ha contado con la participación de más de medio centenar de periodistas de toda Italia.
Una de las cuestiones que plantearon los organizadores es si los medios deben publicar todo tipo de sátiras a las creencias y prácticas religiosas, amparándose en la libertad de expresión y sin tener en cuenta el impacto que tienen esas burlas en los creyentes.
Dentro del primer bloque temático, relativo a la libertad de expresión y la tutela de la dignidad de las personas, el profesor Paolo Cavana, de la Università di Roma LUMSA, defendió la sátira como una legítima manifestación del derecho a la libertad de expresión, sobre todo contra los abusos de poder. Sin embargo, siendo una manifestación propia de una sociedad democrática y pluralista, también tiene su límite en el respeto de los demás derechos fundamentales, entre los que figura “la libertad religiosa, que tutela un aspecto importante de la personalidad humana”. Por eso, afirma que “ningún derecho puede hacerse tirano de los demás derechos”.
La religiosa no es una sátira más
El segundo bloque analizó los conflictos entre blasfemia y tutela de la paz religiosa, partiendo de casos llevados ante el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. El profesor Giovanni d’Alessandro, de la Università Cusano, reconoce que el equilibrio no es fácil pues la sátira religiosa no es una crítica cualquiera: “Si bien es cierto que la sátira es un derecho que entra dentro de la libertad de pensamiento, hay que reconocer a la sátira religiosa unas características peculiares, debido a que las creencias religiosas son parte integrante de la identidad espiritual de la persona”.
En consecuencia, “la sátira blasfema hacia los contenidos de una religión puede tener un impacto inmediato en la esfera personal del creyente, en su sentimiento religioso personal, un bien protegido de la misma manera que la libertad de expresión”.
La sátira forma parte de la libertad de expresión, pero tiene su límite en el respeto de los demás derechos fundamentales
Que estamos en un terreno resbaladizo lo muestra la observación que hizo el abogado Federico Tedeschini de que “los órganos europeos de protección de los derechos humanos tienen que dirimir, cada vez más, en casos de ofensas al sentimiento religioso”. Y recalcó la necesidad de “encontrar un debido equilibrio” entre la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, y el derecho a la libertad de expresión.
Respeto y paz social
El tercer bloque puso el acento en el ejercicio de la libertad de expresión en contextos culturales diferentes. Para Svamini Hamsananda Ghiri, vicepresidenta de la Unión Hinduista Italiana, “la palabra clave es respeto: hacia la persona en su totalidad. Es el presupuesto indispensable para un justo equilibrio entre la libertad de expresión y la convivencia armoniosa. Constituye, al mismo tiempo, la semilla y el fruto de la no violencia.”
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