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Nos vemos en el bloqueo

Guillermo Sheridan reflexiona sobre las abundantes manifestaciones en México, desde su relevancia social hasta su transformación en ritual y su impacto en la democracia.


Según la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, entre 2001 y 2007 hubo 2,500 manifestaciones al año, es decir, 6.8 cada día, con un promedio de 5,479 personas cada una, para un total de 13.5 millones anuales. Las manifestaciones como parte del mobiliario urbano. 

Manifestarse en las calles es la actividad más productiva del México actual. Si pudiera comercializarse, podríamos exportarlas y vender franquicias: un Starbucks de la indignación. El ritual es tan obligado que en las ceremonias anuales de Tlatelolco se lleva a cabo una manifestación que conmemora una manifestación. Y en una rara redundancia, el Partido Acción Nacional organiza manifestaciones para exigir que se reglamenten las manifestaciones.

La democracia ha sido la levadura de las marchas. En la medida en que acabó el control del gobierno para impedirlas o disuadirlas, aumentó el de los activistas para estimularlas. La explosión demográfica, desde luego, también ha puesto sus millones de granitos de arena. Para el millón de niños que se gradúan de secundaria cada año, debutar en una marcha callejera tiene valor curricular y para que algo califique como realidad necesita el certificado de licitud de una marcha.

En un principio, una marcha era algo de naturaleza tan extraordinaria que lo primero que se infería de ella era, precisamente, su urgencia: tal injusticia es tan atroz que debe ventilarse en la calle. La apropiación de la vía pública y la exhibición de músculo social se ha banalizado. ¿No hay luz en Zumpanhuitla? Sus 100 habitantes cierran la carretera a Toluca y perjudican a un millón. ¿Se necesita más agua en Iztapalapa? Su delebrugada acude con 1,000 amigos a la Conagua para entregar una carta (y cerrar Insurgentes). ¿La injusticia de hoy? Mientras nos dicen cuál es, compañeros, privaticemos el primer cuadro. 

Si alguna vez se trató de poner en evidencia ante la ciudadanía un agravio, ahora se trata de agraviar a la ciudadanía: un secuestro social exprés. La teoría es que las víctimas estarán de acuerdo con los secuestradores, que le dicen que es culpa del mal gobierno. No se trata tanto de protestar como de desesperar. Lo más enervante de todo es que se parta de dos premisas contradictorias: que la calle es de todos, pero si algunos hacen bola, tienen más derecho que todos. Y el terror a la palabra represión les permite a esos algunos reprimir a todos.

¿A quién le importa ya siquiera enterarse qué hay detrás del bloqueo? ¿Quién se detiene a leer la manta, leer el volante o escuchar el megáfono? ¿Realmente interesa enterarse cuál injusticia ha “obligado” a la UGCMEXPRUP a privatizar el Eje Central? Para lograr público, la ira se pone creativa: tres diputados se crucifican (por desgracia) “simbólicamente” frente a Gobernación. Los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación imitan al Pípila y tratan de incendiar una puerta de la Secretaría de Educación Pública. “Los Cuatrocientos Pueblos” y “Los de Abajo” exhiben sus fodongueces: las nalgas, unidas, jamás serán vencidas. 

Para realmente llamar la atención de la ciudadanía sobre una causa bastaría con no organizar marchas un solo día: esa causa sería aplaudida por todos. “La avenida Insurgentes estuvo abierta el día de ayer por cortesía de Martín Esparza, líder del Sindicato Mexicano de Electricistas”. Alguna universidad pionera debería fundar la licenciatura en administración de movilizaciones, la maestría en acarreo y el doctorado en marcha productiva: se instala una línea de producción a lo largo de Insurgentes, los manifestantes ensamblan televisores mientras avanzan, sin dejar de corear consignas. Al final se les entrega un cheque. Al día siguiente hacen otra manifestación porque el cheque era chiquito; la línea de producción es ahora más larga, etcétera. 

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