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El Derecho en el mundo distópico de la psiquímica

A través de su lectura de la obra de ciencia ficción de Stanislaw Lem, Congreso de futurología, Sergio Alonso Rodríguez nos acerca a las implicaciones jurídicas que podría tener la distopía planteada en el mundo de la psiquímica. Este texto nos muestra que la lectura jurídica de una pieza literaria puede invitarnos a reflexionar hipótesis jurídicas desde fuera del Derecho.


Entre las obras de ficción especulativa más relevantes del siglo XX destacan las novelas y las colecciones de relatos de Stanislaw Lem (1921-2006), autor polaco mayormente conocido por Solaris (1961), adaptada al cine en 1968, 1972 y 2002. Narrador excepcional y dominador de la sátira, en sus textos Lem abordó la problemática de la posición de la humanidad ante los desafíos que representa el logro de una vida mejor, lo cual implica considerar múltiples aspectos desde perspectivas como la tecnológica, la filosófica y la psicológica. Mientras que Edén (1959) y Fiasco (1987), entre otras novelas, se ocupan del contacto con civilizaciones extraterrestres, Retorno de las estrellas (1961) y Ciberíada (1965) se dedican al análisis de la condición humana en escenarios de avances técnicos inimaginables y consolidación de la robótica.

El afán contemporáneo de convertir a la cotidianidad en el reino del confort y la armonía, a través de la aplicación práctica de disciplinas como la cibernética y la neurociencia, puede imprimir a la realidad una apariencia tan maravillosa que, necesariamente, despertará las dudas de algunos observadores.

En cuanto a la reflexión filosófica sobre el modo en que el ser humano podría no sólo adaptarse sino sobreponerse a la desolación derivada de la certeza de que no siempre es posible conciliar el progreso científico con la personalidad de cada cual y, sobre todo, con la finitud inevitable de todo lo que existe, es probable que Stanislaw Lem la haya volcado con particular esmero en Congreso de futurología1 (1971), novela en la que se advierten rasgos de géneros como la ciencia ficción, la utopía y, especialmente, la distopía, y en la cual se ratifica el talento del autor para crear atmósferas alucinantes.

Ijon Tichy, personaje recurrente en el universo de Stanislaw Lem, como lo demuestran Diarios de las estrellas (1957) y Paz en la Tierra (1987), protagoniza este relato que, detrás del estilo extraordinario del autor y de una amenidad sabrosa, esconde una perspectiva nada halagüeña de la vida humana en un futuro no muy distante. El afán contemporáneo de convertir la cotidianidad en el reino del confort y la armonía, a través de la aplicación práctica de disciplinas como la cibernética y la neurociencia, puede imprimir a la realidad una apariencia tan maravillosa que, necesariamente, despertará las dudas de algunos observadores. Congreso de futurología propuso, hace medio siglo, los efectos posibles de la “farmacocracia” como instrumento de control social; sin recurrir a elementos como programas informáticos y su capacidad indudable para crear mundos virtuales, Stanislaw Lem creó una utopía delirante mediante una trama propia de un sueño febril.

Tichy viaja a Costarricania para participar como ponente en el Octavo Congreso Internacional Futurológico y se aloja en el Hilton; el evento aún no inicia cuando sufre los efectos de la “benefactorina” que se había agregado al agua del grifo, consistentes en sumir a la persona en un estado de felicidad y placidez que la hacen amar genuinamente a todo el mundo. Entonces comienza a revelarse el catálogo de sustancias químicas cuyas ventajas y desventajas se describirán a lo largo de la obra y que han dado pie a la “criptoquimicodemocracia”. En todo caso, la democracia no era sólida en Costarricania, pues se produce un intento de golpe de Estado que implica ataques al Hilton; para evadir los disturbios, Tichy, el profesor Trottelreiner y otros futurólogos huyen de forma rocambolesca y se refugian en una cloaca, mientras el exterior se impregna de aerosoles que esparcen sustancias diversas.

La calidad y la estructura de la narración le imprimen verosimilitud, a pesar de que en varias ocasiones se revele que Tichy ha pasado de una alucinación a otra. Tan seguro está de que alucina, que a los soldados que lo sorprenden en la cloaca les ruega que lo maten para volver a la realidad. Lejos de morir, es congelado en nitro líquido para ser “resucitado” en un plazo de 40 y 70 años. Lo que sigue son los apuntes del diario que Tichy decide escribir en 2039, año de su resurrección en un mundo habitado por 29.5 mil millones de personas, sin conflictos armados, con un lenguaje harto evolucionado y donde la muerte ha sido vencida. Tichy anota: “Hoy conocí la diferencia esencial entre los hombres de antaño y los de hoy. La noción fundamental es ahora la psiquímica. Vivimos en la psicivilización” (p. 83). Y agrega: “La psiquímica liquidó aquellas luchas intestinas que tanta energía mental despilfarraban en balde. La psiquímica y sus productos hacen lo necesario, de tal modo que el antiguo cerebro se armonice, dulcifique y persuada, desde el mismo meollo, hacia el bien. Ya no es posible dejarse arrastrar por los impulsos espontáneos. Quien así lo hiciera sería un indecente” (p. 84).

Congreso de futurología es una obra clásica, de actualidad; de ahí su grandeza. Obliga a reflexionar sobre los tiempos que corren.

En suma, la vida de la humanidad en 2039 está regulada por sustancias químicas que inciden en el comportamiento y, sobre todo, en la percepción. Parece no haber un solo rasgo de la conducta que no amerite la ingestión de algún producto que, claro está, producirá resultados benéficos. La tendencia al bien no necesariamente significa que no haya delitos; el homicidio ya no se contempla porque “siempre es factible hacer resucitar a la víctima”; no obstante, sobreviene la pena de prisión “si se mata varias veces seguidas a una misma persona”. La “prisión” es así: “Nunca se encierra al condenado; únicamente, se le mete el cuerpo en una especie de pesado corsé o, mejor dicho, de armadura con unas varillas muy resistentes, aunque delicadas; y esa armadura tan rara se halla bajo el control constante del llamado fiscalete (una microcomputadora jurídica) que está cosido en la vestimenta. De forma que se trata prácticamente de una vigilancia constante que impide realizar numerosas acciones y gozar de los placeres de la vida. Así que dicha armadura se opone a todo intento de catar las frutas prohibidas” (p. 91).

Estas líneas hacen pensar de inmediato en el brazalete o la tobillera electrónicos, usados hoy para evitar fugas de las prisiones domiciliarias o la violencia de género. Según Stanislaw Lem, si se presentan casos cuya gravedad exija algo más que semejante “prisión”, se utiliza el “criminol”. Comoquiera que sea, en esa utopía estrambótica el delito principal “estriba en privar malévolamente a cualquier individuo de sus medios psiquímicos personales y en influir sobre un tercero con esos medios sin su consentimiento y acuerdo, por cuanto valiéndose de tales medios todo podría hacerse muy fácilmente, como, por ejemplo, conseguir una deseada declaración testamental (sic), una identidad de pareceres, la participación en cualquier plan interesante, en una conjuración, etcétera” (p. 91).

Las obligaciones civiles y mercantiles tampoco escapan a la psiquímica; a nadie le falta dinero porque los bancos le dan a cualquiera la cantidad que necesite, sin tener que contratar un crédito; de todos modos, el “deudor” se siente “moralmente” obligado a pagar; en caso de que lo olvide, se le envía una carta impregnada “de una sustancia volátil que despierta los remordimientos de conciencia, incita al trabajo y, de esta manera, el banco recupera su dinero” (p. 94). Ocurrencias como esta aparecen aquí y allá, relacionadas con ámbitos tan diversos como la moda, el entretenimiento, el almacenamiento de la información y los servicios funerarios.

Las sustancias químicas condicionan la existencia del ser humano y nunca se acaban; pero eso no impide la creación de antídotos. Tichy es un científico, un hombre curioso por naturaleza; no se adapta a su entorno sin cuestionarlo y plantea sus dudas a quien cree que puede resolverlas. Más aún, se trata de alguien perteneciente a otra época, sin que ello lo mueva a creer que “todo tiempo pasado fue mejor”. Algo debe estar mal donde parece que no se requiere equilibrio alguno, y donde el libre albedrío brilla por su ausencia. George Symington, personaje a quien Tichy llama “ingeniero proyectista”, da trazas de querer producir un cambio para que la inclinación al bien coexista con la tentación de hacer el mal, claro que sin perder de vista a la psiquímica. ¿Podría, pues, ser más clara la idea de que el mundo de 2039 es un constructo o, a lo mucho, una entelequia que, como tal, debe ser perfeccionada mediante ciertas actividades? Symington le dice a Tichy: “Todo cuando existe es un cambio de concentración de los iones de hidrógeno en las células superficiales del cerebro. Al mirarme, en realidad experimenta usted un cambio de equilibrio sódico-potásico en las membranas de los neurones (sic). Así que basta mandar en las honduras cerebrales unas moléculas bien elegidas para que se colme un sueño” (p. 120).

Hasta ahora, en la realidad existen opciones; no hay que valerse de productos psiquímicos para decidir qué camino tomar en una situación determinada. Las consecuencias de lo que se haga o se deje de hacer quedarán en el terreno íntimo o en el jurídico. Si bien es cierto que, por ejemplo, el análisis pormenorizado de las funciones cerebrales puede utilizarse con fines probatorios en un juicio penal, cualquier postura favorable a influir por medios químicos en el proceder de las personas se topa con la doctrina de los derechos humanos, elaborada sobre la base de la libertad y la dignidad inherentes a la persona. Mientras no se subvierta el orden al que propende el Derecho, es decir, mientras los actos de uno respeten los derechos de los demás, no habrá delito que perseguir. Para determinar si la propensión de un individuo al delito únicamente puede contrarrestarse con fármacos es preciso el concurso de especialistas y juzgadores. El día en que los Estados pretendan someter a la población al influjo de sustancias para dirigirla, como si de un rebaño se tratara, en un solo sentido, sin importarles su parecer ni su idiosincrasia, el Derecho y la racionalidad dejarán de existir y el hedor a extinción se esparcirá por doquier.

Como podrá inferirse, Congreso de futurología no es la mera descripción de una utopía; lo que subyace tras el velo de prosperidad generado por la psiquímica es aterrador. El venerable profesor Trottelreiner reaparece, se reúne con Tichy y le comparte información y unos preparados eficaces que aclaran el panorama en forma insospechada. El lector se convence de que la realidad podrá enmascararse, pero nunca perderá su naturaleza verdadera. Y lo que Tichy puede ver es alarmante, distópico y, al parecer, irremediable; el propio Symington reconoce que la psiquímica no es más que un conjunto de cuidados paliativos. La agonía subsistirá y el final sobrevendrá fatalmente. 

La vida de la humanidad en 2039 está regulada por sustancias químicas que inciden en el comportamiento y, sobre todo, en la percepción.

Congreso de futurología es una obra clásica, de actualidad; de ahí su grandeza. Obliga a reflexionar sobre los tiempos que corren. Las crisis proliferan como nunca y la capacidad para enfrentarlas no es precisamente óptima; entre las calamidades que se tratan a menudo en medios diversos campean el cambio climático, la criminalidad creciente, la pérdida de valores y la corrupción gubernamental. Por más que se intente ocultar la dimensión de estos y otros problemas, la realidad se impone y no se deja enmascarar. Por muy atractivo que, para muchos, sea contar con medios para maquillar el estado de cosas y engañar a las masas, lo cierto es que la verdad es perceptible a despecho de cualquier conspiración para deformarla.

Ojalá que en 2039 nadie tenga que repetir estas líneas del profesor Trottelreiner: “Los narcóticos no separan al hombre del mundo, sólo modifican su relación con el mismo. Los alucinógenos enturbian y velan a todo el mundo. Ya se convenció usted mismo de ello. En cambio, los maskones2 falsifican el mundo” (p. 135).

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  1. Stanislaw Lem, (2014). Congreso de futurología, trad. Melitón Bustamante, Alianza Editorial Madrid.[]
  2. En la novela, alucinógenos sintetizados que, al introducirse en el cerebro, velan un objeto del mundo exterior y lo reemplazan con una imagen ficticia, al grado de que el individuo “enmaskonado” ya no puede diferenciar entre lo real y lo ilusorio.[]

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