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Sergio García Ramírez: Memorias de Lecumberri

Hace 46 años cerró Lecumberri. El sistema penitenciario se estaba reformando y el Palacio Negro ya no servía para los fines que se planteaba la institución de la pena. En el imaginario colectivo, la imagen de la prisión habitaba los lugares oscuros de la memoria como un espacio donde la violencia y la delincuencia se reproducían, y donde las personas eran cruelmente castigadas. En un esfuerzo por hacer memoria en torno a las cárceles en México y, en particular, Lecumberri, su último director, Sergio García Ramírez, evoca su experiencia de vida en lo que, posteriormente, se convirtió en el Archivo General de la Nación.


DIRECCIÓN DE LECUMBERRI

Yo trabajé muchos años en el sistema penitenciario. Mi primer trabajo en el sector público fue en la Penitenciaría del Distrito Federal, en Santa Martha. No me había recibido todavía. Allí elaboré mi tesis, en un cubículo médico de Santa Martha. Ahí se acendró mi vocación de penitenciarista. 

Más tarde fui director del Centro Penitenciario del Estado de México durante varios años, una prisión aledaña a Toluca que tuvo éxito como prisión. El éxito que puede tener una prisión que sirve a sus objetivos. 

Después, dentro del ambiente de la Secretaría de Gobernación, fui subsecretario de Gobernación algunos años. Me ocupé del Sistema de Readaptación Social. 

En abril de 1976 hubo una fuga espectacular en Lecumberri de un grupo de personas encabezadas por un notorio traficante de drogas. Atrajo mucho la atención pública y provocó un gran escándalo, muchos líos adentro de la cárcel. Entonces, el presidente Luis Echeverría me preguntó si aceptaría dirigir Lecumberri en medio de esta catástrofe que había ocurrido. 

Obviamente le dije que sí, pero para mí fue un reto muy difícil. Antes había tenido contacto con Lecumberri, no como abogado defensor ni como ministerio público, sino como estudioso de prisiones, y tenía muy mala impresión de ese centro penitenciario. Era una prisión muy grande; entonces albergaba a cerca de 4,000 reclusos, poquito menos. Había pasado por muy distintas etapas y tenía muchos problemas. Algunos de mis colegas y maestros que habían dirigido Lecumberri confesaron que no habían podido resolverlos. Entonces, acepté el reto y la invitación del presidente.

La noche del 30 de abril me fui a dirigir la prisión. Me dio posesión del cargo el regente de la Ciudad de México, Octavio Sentíes. Ya estábamos trabajando en la red de reclusorios de la Ciudad de México para cerrar Lecumberri y abrir nuevos reclusorios. A mí me tocaría dirigir la transición.

Me comprometí con la dirección de Lecumberri y la desempeñé durante varios meses con sobresaltos, como es natural en una cárcel de esas características, pero también con agrado. Fue una especie de liberación para los presos en reclusión, porque se abría la puerta a sus familias, a sus libros. Se renovó en poco tiempo, lo puedo decir con franqueza. Hay testigos de aquello y mucha gente ha escrito sobre el asunto.

Bueno, al cabo de algunos meses se abrió el Reclusorio Norte y el Reclusorio Oriente, casi simultáneamente, y se cerró Lecumberri; o, mejor dicho, se abrió la puerta de Lecumberri porque había estado cerrada 75 años. Se abrió para dar lugar al porvenir, al futuro, sin derruir el lugar.

PERCEPCIÓN DE LA CÁRCEL

La percepción que yo tenía de Lecumberri era la misma que tenía la opinión pública en general: mala. Llegué ahí en una circunstancia trágica, cuando yo era procurador de la Ciudad de México, porque me avisaron que había habido una tentativa de asesinato del director, el general Francisco Arcaute Franco. Al llegar, había sangre derramada desde la puerta hasta la cocina donde estaba el director y donde había personas asesinadas, atravesadas por puntas. Ese era el Lecumberri de entonces. Y esa era mi impresión de ese lugar. 

Pero no podía seguir así; a mí me dieron la encomienda de cambiar ese orden de cosas. Inmediatamente convoqué a jóvenes con interés penitenciario y con cierta experiencia sobre el asunto que habían colaborado conmigo en otras faenas carcelarias, para que vinieran y me ayudaran: abogados, trabajadoras sociales, incluso artistas, a los que invité a que entraran a Lecumberri, para que entre todos le diéramos un giro de 180 grados. Eso lo inicié inmediatamente. Además, entonces yo tenía amigos y maestros muy queridos que me brindaron su apoyo. En consecuencia esa fue mi percepción, de entrada, y esa fue mi convicción, también, como joven nuevo director de Lecumberri. 


abogacía® organizó un conversatorio titulado «Memoria, justicia y el sistema penitenciario» en compañía de Sergio García Ramírez (IIJ-UNAM) y María Goerlich (Tirant lo Blanch) en el auditorio del Archivo General de la Nación. Haz clic para ver más información.


CARGA EMOCIONAL

Uno no puede uno ser totalmente ajeno y neutral frente a las cosas que pasan ahí. La violencia impresiona; aunque yo no participara en ella, por supuesto, pero impresiona mucho. El drama de las familias que van a visitar sus parientes, el dolor de los reclusos y de los enfermos mentales, entre otros. 

Yo enfrenté un motín de presos, prácticamente a los 15 días de estancia en Lecumberri. Con una ventaja: el motín no era contra mí, pues yo acababa de llegar y los presos ya percibían por donde iban las cosas. El día del motín llegué a la cárcel y había una gran gritería y muchos granaderos con un coronel al frente diciéndome: “Tiene un motín aquí, en dos crujías. No sabemos que pueda pasar, ni usted tampoco lo sabe. Entonces estamos listos para intervenir”. A lo que respondí: “No, no, no, por favor. Intervenir con toletes y granadas y gases, no, no no. Vamos a hacerlo a mi manera: dialogando”. Después de dos horas de diálogo, recibí a los inconformes en mi despacho y convinimos instituir un programa de mejoras.

Pero, claro, uno no puede ser ajeno a lo que está pasando. Sin embargo, nunca me afectó a tal punto el mundo de la vida carcelaria que alterara mi ánimo general ni mis proyectos ni mis planes.

 

CIERRE DE LECUMBERRI

En esa época estábamos empeñados —digo que estábamos porque era una política de gobierno— en mejorar el sistema penitenciario del país. Esto implicaba a  las Islas Marías y a los reclusorios federales, que eran muy pocos, y a los estatales. También se fundó el Instituto Nacional de Ciencias Penales, en Tlalpan. 

Para el gobierno, Lecumberri, el Palacio Negro, no debía perdurar. No era posible que esa mansión del crimen permaneciera casi en el centro de la ciudad, en plena reforma penitenciaria. Entonces se planteó la construcción de una red de reclusorios como alternativa, como los reclusorios Oriente, Sur, Norte y Poniente. Sin embargo, sólo se logró construir el Oriente y el Norte. Ya no dio tiempo de hacer más ni había recursos, pero con eso fue suficiente para cerrar Lecumberri.

Ese pasado se tenía que olvidar y superar, y se iba a emprender una nueva historia, con unos nuevos reclusorios, con unos nuevos funcionarios, con nuevos conceptos.

CONTACTO CON LAS PERSONAS PRIVADAS DE LA LIBERTAD

Tuve muchísimo contacto con ellas. No es posible, creo yo, manejar una sociedad sin que quien lo haga tenga contacto constante, comprometido y afectuoso y, a veces, imperioso, con las personas que forman parte de esa sociedad política que, de algún modo, también es la cárcel.

Entonces, yo debía darme a conocer y tenía que conocer a las personas para poder formar una especie de alianza. Yo solo no podía hacerlo. Era necesario aliar a los reclusos entre sí, evitar venganzas y persecuciones —había elementos para eso— y tratarnos bien, intentando entendernos, mutuamente. 

Había unas crujías para presos en general; otra para reclusos estadounidenses y para algunos extranjeros no norteamericanos; otras para personas con problemas de conducta muy graves; unas más para enfermos mentales, incluso un anexo psiquiátrico, el psiquiátrico de Lecumberri, y otras para distintas especialidades en la reclusión. Todos eran varones. Entonces, yo tenía que conocer esas pequeñas comunidades y ser conocido por ellas y eso solamente se logra yendo a las crujías, conviviendo con los reos.

Unos buenos amigos míos me hicieron el favor de apoyarme invitando a algunas personas para que fueran a amenizar la vida de Lecumberri con canciones, con danzas, etcétera, los domingos. Hasta Chabelo llegó para animar a los niños: compramos juegos infantiles y hasta andaba un trenecito recorriendo Lecumberri. 

Entonces, sí. Me familiaricé muchísimo con los presos, con sus miradas, unas muy afectuosas y otras muy hostiles que por fortuna no se tradujeron en agravios mayores, porque había quienes veían en el director de Lecumberri no sólo al jefe de una prisión, sino a un representante del Estado represor. Ustedes comprenderán: los presos políticos. Teníamos ahí un centenar de presos políticos, o un poco más, como consecuencia de muchas contiendas en el seno de la Ciudad de México y en otros lugares. Entonces, todo el asunto había que manejarlo con presencia y con cercanía personal.

EL OBJETIVO DE LECUMBERRI

Lecumberri atravesó por muchas etapas. Originalmente, cuando fue concebido por los positivistas porfirianos era una penitenciaría: la penitenciaría del Distrito Federal. No era una cárcel preventiva; la cárcel preventiva era Belén, donde estaba el Palacio de Justicia, donde estaba la Sala de Jurados. Y Lecumberri se concibió como una penitenciaría, con celdas unitarias para que se pasara por un régimen progresivo desde el aislamiento individual hasta una cierta convivencia. 

Con el paso del tiempo las cosas cambiaron. El objetivo de la pena en aquel entonces era la regeneración. Todavía no teníamos la Constitución de 1917 y se hablaba de regeneración del delincuente. Después nació la idea de readaptación; pero la readaptación no se puede emprender con seriedad, con suficiencia, en una prisión preventiva para procesados, sino en una prisión punitiva para sentenciados. En 1933 la situación de la cárcel de Belén ya era insoportable, había muchísimos presos y las cosas estaban muy mal. Por eso se suprimió. 

Belén, la cárcel preventiva, y todos los reclusos que estaban en Belén, pasaron a Lecumberri, a la penitenciaría. Y entonces aquello fue una mixtura completa, entre procesados, que están ahí sujetos a una medida cautelar, y sentenciados, a los que se supone que se les tiene que encauzar para que se readapten, hombres y mujeres. Fue el gran infierno de Lecumberri.

Pasó el tiempo y en la década de 1950 se llegó a la conclusión de que había que separar a los procesados de los sentenciados. Los objetivos de la prisión eran distintos. Entonces se construyó, primero, la cárcel de mujeres en Iztapalapa y, luego, la de Santa Marta Acatitla, para varones, en la que también trabajé. Esa era una penitenciaría, esa era y es una penitenciaría, un lugar de penitencia, un lugar de cumplimiento de sentencias. Y Lecumberri volvió a ser, de nuevo, cárcel preventiva; sólo cárcel preventiva. Volvió a ser es un decir, porque había sido de todo: fue cárcel preventiva y así la tomé yo, como cárcel preventiva.

Lecumberri ya no es repositorio de presos, sino un repositorio de documentos y de la historia, un guardián de la memoria que mira para atrás. A los presos hay que hacerlos mirar para adelante.

Sergio García Ramírez.

Y, bueno, ¿sirvió Lecumberri? En su origen remoto, yo diría que probablemente sí, según las crónicas, según los testimonios. Después, empezó a fallar y a tropezar y se convirtió en el paraíso del crimen. Se cometían delitos adentro y afuera y se produjo una revoltura de reclusos de todas las procedencias y de todas las culpas. Entonces Lecumberri ya no operó adecuadamente, ya no podía operar adecuadamente en un clima de violencia.

Ahora, si su pregunta va encaminada a si era un lugar de represión política, la privación de la libertad es represión en sí misma y también tiene una raíz política. Que puede ser política saludable o política insana. Pero no era un lugar en el que se confinara a reclusos seleccionados para maltratarlos. Aunque sí se les maltrataba, con distintas especies de maltrato: al extranjero de una manera, al político de otra, a los presos comunes de otra, a través de la explotación, la violencia o la amenaza. Los presos políticos estaban sujetos a restricciones muy severas, pues no podían recibir visitas, ni leer los libros que ustedes y yo leemos de manera natural. ¿Qué problema podría causar leer a Marx o a Engels en la cárcel? Era una restricción absurda.

En contraste, por convicción, por simpatía, yo organicé unos concursos culturales en Lecumberri. Era una manera de sustituir su realidad, su ingrata realidad, por una idealidad o una realidad ideal diferente. La prisión también ha sido el escenario de ciertas obras maestras. Dostoievski escribió sobre las prisiones en La casa de los muertos; Silvio Pellico escribió Mis prisiones, porque fue reo recluido en una prisión totalmente cerrada; Oscar Wilde escribió La balada de la cárcel de Reading y De profundis. En síntesis, el hecho de que personas que estuvieran presas hayan escrito esas obras no es un tema ajeno al arte; aunque en general quienes han escrito en reclusión evidencian en sus creaciones el sabor amargo de la prisión.

TRANSFORMACIÓN DE UN ESPACIO DE RECLUSIÓN EN UN ESPACIO DE MEMORIA

Eso fue un poco casual. En las cárceles siempre ha habido enfermos mentales y a veces llegó a haber una confusión entre la locura y el crimen, entre quien estaba privado de sus facultades mentales y quien estaba incurso en conductas antisociales. Fue una confusión extraña.

En Lecumberri hubo clientes del psiquiátrico sumamente notables, como Gregorio, el Goyo, Cárdenas, por ejemplo. Cuando yo lo traté ahí, ya era autor de un libro: una novela. Finalmente fue relevado de la prisión porque se consideró que ya estaba “curado”, entre comillas. 

Ahora, lo que el gobierno de entonces había dispuesto no era la colocación ahí del Archivo General de la Nación ni mucho menos. Se ordenó y comenzó la demolición de Lecumberri. Yo todavía era el director –ya no sólo de Lecumberri, sino de las nuevas prisiones que estaban empezando a funcionar– cuando oía desde mi despacho golpes de pica sobre las paredes de Lecumberri. 

Afortunadamente, un grupo de inteligentes y sensibles artistas, arquitectos, escultores, cronistas del arte, gente de la universidad, de investigaciones estéticas, de investigaciones históricas, y de otros medios, cuestionaron: “¿Por qué van a demoler Lecumberri si corresponde a un modelo de arquitectura penitenciaria que prosperó a lo largo del siglo XIX? No es algo como para destruirlo; más bien es algo como para conservarlo, aun cuando se haya convertido en la mansión del crimen”. Fueron a ver al presidente Luis Echeverría y le expresaron su preocupación: “Señor presidente, Lecumberri es una obra notable. Mire usted lo que ha pasado con La Castañeda, en Mixcoac, que era una construcción notable de arquitectura hospitalaria, de arquitectura psiquiátrica. Y Lecumberri es lo que nos queda de ese movimiento, de ese empuje porfirista y preporfirista carcelario”. Entonces se detuvo la demolición para satisfacción de estos grupos, y también para la mía, desde luego, aunque yo no era un opositor de la demolición. No estaba en posición para serlo.

Cuando llegó el nuevo gobierno, con José López Portillo —un hombre culto— a la cabeza, con Jesús Reyes Heroles como secretario de Gobernación, le encomendaron la remodelación de ese espacio a un excelente arquitecto, Jorge L. Medellín, quien consideró que tomando en cuenta las crujías, las celdas, los espacios disponibles, aquello podía readaptarse para que, en lugar de tener crujías que alojaran seres humanos, hubiera cubículos que alojaran documentos y salas de investigación. Así nació el Archivo General de la Nación. 

Yo celebro eso. Primero, porque se dotó al Archivo General de la Nación de un edificio muy digno, con majestad histórica, que no lo tenía. La documentación andaba dispersa por todas partes. Segundo, porque conservamos ese majestuoso edificio semipanóptico. Evidentemente fueron derribadas algunas cosas: la torre central, por ejemplo, que fungía como un tinaco para proveer agua y también para vigilar. Las crujías radiales, los rayos de la estrella arquitectónica quedaron intactos, y todo el edificio de enfrente también. Creo que fue una decisión acertada.

EL VALOR DE LA EXPERIENCIA

En el siglo XIX se aspiró mucho a la reforma penitenciaria. Desde Joaquín Fernández de Lizardi, que fue autor de una Constitución imaginaria, se habló de la renovación de las cárceles, de la reforma carcelaria. Y luego sucesivos próceres de la cultura jurídica y de la cultura general, anhelaron suprimir la pena de muerte a través de la creación de un sistema penitenciario. Ésa fue la ilusión carcelaria. Por eso fueron surgiendo diversas penitenciarias en el país: prevalecía ese ánimo.

Cuando se redactó la Constitución de 1917 se habló también de la reforma penitenciaria para regenerar a los delincuentes. Los liberales de entonces querían establecer colonias penales para ese propósito. Ahí estaban las Islas Marías. Y, otra vez, vino el impulso penitenciario y el auge de la construcción de nuevas prisiones en varios puntos del país y la consecuente sustitución de la cárcel de Lecumberri. Creímos, con un poco de ingenuidad, que eso iba a arraigar y que tendríamos no sólo edificios rescatados —lo que finalmente es relativamente sencillo—, sino un sistema penitenciario renovado. Lamentablemente, no ocurrió. 

En poco tiempo, los reclusorios preventivos de la Ciudad de México se degradaron y entraron en una situación crítica de la que no han salido. Por eso fueron concebidos los dos reclusorios que entonces funcionaron, el Norte y el Oriente; luego nació el Sur. La penitenciaría de Santa Marta también fue concebida para 1,400 o 1,500 reos, pero resulta que ahora hay 15,000. Ese es el paisaje penitenciario.

Lecumberri ya no es repositorio de presos, sino un repositorio de documentos y de la historia, un guardián de la memoria que mira para atrás. A los presos hay que hacerlos mirar para adelante. Al edificio se le cambió el alma, y su cuerpo permanece allí. Qué bueno, pero lo que vino a sustituir todo eso, los nuevos reclusorios, no son para sentirse reconfortados. 

ARTE PARA ACERCARSE A LECUMBERRI Y OTRAS PRISIONES

Arturo Ripstein filmó Lecumberri. Hay otras películas, como Motines en Lecumberri, que se estrenaron en mi época.Hay un libro mío que se llama Los personajes del cautiverio, publicado por Porrúa. Está profusamente ilustrado y con muchas citas de películas, de libros, de autores mexicanos y no mexicanos sobre el tema de las cárceles. Hay, también, un libro de Tita Valencia, que se llama Testimonio carcelario de Ricardo Flores Magón. Ricardo Flores Magón estuvo preso en Estados Unidos y murió asesinado en una prisión norteamericana, en Leavenworth. Mientras estuvo preso escribió cartas muy hermosas, porque, aparte de un revolucionario, era un hombre de letras.

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