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Políticas públicas en salud mental: un reto pendiente por superar en la región

El desarrollo de políticas públicas en torno de la salud mental constituye un aspecto esencial respecto de las funciones del Estado de propender por la calidad de vida, el bienestar y el desarrollo humano del conglomerado social. En esta colaboración, el autor repasa la situación que, en general, prevalece en Latinoamérica y señala cuáles son los focos rojos que hay que atender.


En punto de la atención para la salud mental, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha hecho un llamado constante para que los países miembros lleven a cabo programas que promuevan este aspecto de la integralidad del ser humano y creen legislación sobre la protección tanto de los derechos de los pacientes con enfermedades mentales como de sus familias.1 De acuerdo con la OMS, entre los diversos factores que las enfermedades mentales suelen afectar de manera general a las naciones se encuentra el impacto negativo en el aspecto económico, puesto que disminuyen los ingresos personales de quien sufre el trastorno y limitan a su vez el trabajo de quienes fungen como cuidadores.

Al realizar una aproximación al estado en que se encuentran las políticas públicas de la región en materia de salud mental es necesario mencionar que durante 2018 la Organización Panamericana de la Salud (OPS) dio a conocer un estudio denominado “La carga de los trastornos mentales en la región de las Américas”,2 en el que, entre otros aspectos, se destaca que el gasto asignado a la salud mental como porcentaje del gasto público destinado a la salud en la región de las Américas oscila entre 0.2 por ciento en Bolivia y 8.6 por ciento notificado por Suriname. Asimismo, se advierte que el promedio destinado para gasto en hospitales psiquiátricos respecto del presupuesto para salud mental es de aproximadamente 61 por ciento, situación que, de acuerdo con el informe ya mencionado, puede resultar cuestionable, debido a que los hospitales psiquiátricos carecen de datos probatorios de la eficacia, son notoriamente ineficientes y, de hecho, pueden dar lugar a prácticas yatrógenas.3

Los datos anteriores no sólo demuestran que las políticas en salud en la región siguen una marcada tendencia por atender preferentemente la intervención de los trastornos mentales de manera intrahospitalaria con todas las implicaciones y los costos que eso significa desde el aspecto clínico, sino que deja en evidencia la poca prevalencia que se da a la promoción y la prevención de la salud mental.

Una problemática importante en la región se da respecto de la oportunidad para el acceso real a los servicios de salud mental, debido a las serias dificultades de carácter económico, geográfico y cultural a las que se ven abocados los pacientes, situaciones que además deben ser asociadas a la percepción que tienen los usuarios del sistema de salud en cuanto a la poca capacidad resolutiva de sus necesidades por parte del sistema de salud, en general, y de su salud mental, en particular, la cual además está estigmatizada por parte de la sociedad, lo que constituye otra barrera de acceso a una atención eficaz y oportuna, situación que desmotiva y limita el uso de los servicios, generando un consecuente desmedro en el estado de salud que a su vez aumenta la prevalencia de enfermedades crónicas y de alto costo.

Estas barreras de acceso a los servicios de salud mental también se pueden explicar en parte por la escasez de psiquiatras y, en general, de personal de la salud mental, y su concentración en las grandes ciudades:4 la imposibilidad de acceder a terapias psicológicas con enfoques determinados (cognitivo-comportamental, interpersonal, de pareja, de familia y grupal), como consecuencia de que los profesionales con esta formación no tienen una amplia demanda por parte de las instituciones de salud, por lo que en muchos casos es necesario que el paciente tenga que contratar estos servicios de manera particular; en consecuencia, se vuelve un “lujo” acceder a un terapeuta.

Ahora bien, respecto de la legislación sobre salud mental, es menester afirmar que también es un componente específico y que por lo general se centra en aspectos como la protección de los derechos humanos de los pacientes con trastornos mentales, la atención intrahospitalaria y el tratamiento involuntario, el alta médica tutelada, la capacitación profesional en la humanización del servicio y los esquemas de los servicios. La Convención sobre los Derechos de las Personas con discapacidad (CRPD) representa el documento internacional de referencia sobre los derechos humanos de las personas con discapacidad mental.5

En las Américas, en 2017, unos 26 países reportaron tener una ley independiente de salud mental, lo cual significaba 60 por ciento de las naciones de la región y 67 por ciento de los que presentaron una respuesta (39 países). Entre ellos, 12 (46 por ciento) habían actualizado su legislación de salud mental en los últimos cinco años (desde 2012). Sin embargo, un alto porcentaje de los que manifestaron contar con dicha legislación no han realizado una actualización de la misma por lo menos desde 1990 (27 por ciento, esto es. siete países). De los 13 que declaran no tener una ley independiente para la salud mental, ocho cuentan con legislación sobre salud mental integrada en la ley general de salud o de discapacidad.6

Todo el esfuerzo de los países respecto de la valoración del progreso hacia la consolidación de una legislación de salud mental con los instrumentos internacionales de derechos humanos se ha centrado en que sean los mismos Estados los que autocalifiquen sus criterios sobre la existencia y el nivel de funcionamiento y gestión de una autoridad dedicada de manera concreta o un organismo independiente que permita evaluar el cumplimiento de dicha legislación.

En el caso colombiano, se han proyectado políticas de salud tendientes a superar las fisuras para el diagnóstico, el tratamiento y la transformación de la realidad de los pacientes que sufren trastornos mentales; sin embargo, nueve años después de promulgada la ley 1616,7 la cual buscaba la equidad en la salud mental, sigue siendo una constante en el sistema de salud. La implementación de dicha norma no ha supuesto cambios sustanciales, pues la norma mencionada carece de coherencia con la realidad, pues cuando se trata de políticas públicas se pueden escribir muy bien las leyes en el papel, pero no tienen la capacidad suficiente para transformar un sistema de salud que cada vez se encuentra más fragmentado y hundido progresivamente en su crisis.

En relación con la prevención y la promoción de la salud mental,8 9 el impacto real puede catalogarse como precario o nulo, como consecuencia de que los lineamientos que se pretenden aplicar son muy amplios, sin relación con las necesidades reales de la población, sin una articulación desde el ámbito gubernamental y de poca socialización con la comunidad.10

Todo lo anterior terminó de hacerse más evidente y de ser mucho más profundo con la pandemia por Covid-19, pues el sistema de salud no sólo reveló su falta de preparación para la atención de la causa principal de la crisis sanitaria, sino también para ofrecer servicios de manera eficiente en torno de una de las principales secuelas de dicha situación, que ha sido precisamente el incremento de consultas en los servicios de salud mental.

Sin duda, no se puede negar el esfuerzo y la voluntad de los países por generar políticas eficientes en torno de la salud mental, incluso desde la escena legislativa; sin embargo, esas acciones distan de manera sustancial de las necesidades reales de la sociedad americana respecto de la prestación de servicios integrales de salud, y, en consecuencia, la inversión y la correcta administración de recursos en pro de la salud mental de la región.

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