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Reforma electoral

La transición de poder en una democracia debe hacerse a partir de normas y mecanismos que eviten la violencia. Algunas deficiencias en nuestra experiencia política nacional, pueden detonar reflexiones críticas sobre el modelo que utilizamos. Omar González-García propone considerar el sistema de elección a doble vuelta.


La puesta en marcha de un sistema electoral específico siempre es una cuestión de poder, según la pertinente advertencia de Dieter Nohlen. Tal cuestión alude al hecho de que poner en práctica un sistema electoral dado en un tiempo y un espacio determinados es un tema íntimamente vinculado al ejercicio del poder político.

En el caso del sistema jurídico patrio, la implantación de un tipo de sistema electoral tiene sus particularidades. Como señala un ameritado jurista mexicano: “El Derecho ha estado […] al servicio de los grupos que han ocupado el poder, los cuales normalmente han recurrido a una mínima legitimación jurídica […] para asentarse en el mismo y para establecer sus propias reglas del juego”. 

Como se sabe, las funciones clave de un sistema electoral consisten en transformar votos en escaños y producir órganos de gobierno. En el primer caso, mediante las diversas fórmulas de asignación de puestos de representación que la ley pueda prever; en el segundo caso, mediante la elección de órganos de carácter ejecutivo: presidentes de una república, jefes de gobierno, gobernadores, alcaldes o intendentes. Y estos ejecutivos, lato sensu, requieren un marco de legitimidad.

La elección de 1988 y su homóloga de 2006 produjeron ejecutivos con legitimidades cuestionadas. Si en su tránsito lograron construirla o no, eso es parte de otro debate De ahí que se vuelva por lo menos atendible el hecho de diseñar una reforma al sistema electoral que permita introducir legitimidades, sino incuestionables, sí, por lo menos, útiles para crear condiciones de gobernabilidad en sede de sentar las bases que permitan conducir con eficacia la que continua siendo una transición convulsa, accidentada y zigzagueante.

No es, por cierto, una cuestión de partidos ni ideologías. Antes bien se trata de instituir herramientas que permitan, con sustento jurídico, en clave constitucional, crear una mecánica  que minimice el encono poselectoral y sus efectos.

Un sistema que permite crear esas condiciones es el de elección a doble vuelta, experiencia a la que Latinoamérica no es ajena. Su origen es más o menos reciente: la segunda mitad del siglo XIX en Francia; su auge proviene de la Quinta República, y su orden constitucional de 1958, ya en la segunda mitad del siglo XX.

Argentina, Chile, Costa Rica, Perú y Uruguay en Latinoamérica; Francia, como ya se dijo, y Austria y España son países que en un determinado momento han optado por introducir el sistema de dos vueltas. Y el peor escenario, por denominarlo de alguna manera, no se da, contra lo que pudiera pensarse, a la hora de elegir a dos vueltas a un Ejecutivo. 

Ahora bien, independientemente de otras precisiones que pudieran hacerse, las cuales rebasarían por mucho los límites de este texto, es viable señalar que un sistema de doble ronda electoral, en la eventualidad de que México lo llegase a considerar como una opción, contribuiría a legitimar el ejercicio del poder presidencial. Las crestas electorales de 1988 y 2006 son un buen ejemplo de alta conflictividad, mientras que las de 2012 y 2018 constituyen elecciones nada disputadas en términos de resultados, pero indican que, por lo menos, es menester reflexionar sobre este punto. 

Esta cuestión supondría, en principio, elevar a rango constitucional el sistema de doble ronda electoral mediante la inclusión de esta modalidad en la norma fundamental, no porque su mera inclusión garantice su eficacia, sino porque se trata, entre otras cosas, de la norma fundamental del sistema y, por ende, legitimadora del sistema en su conjunto. 

Como es comprensible, la segunda vuelta debería ser convocada tanto por el Instituto Nacional Electoral como por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. La regla que en general se sigue en los países que incluyen esta modalidad en sus disposiciones constitucionales y en la normatividad regulatoria de los procesos electorales, puede abordarse desde dos perspectivas: la de la mayoría absoluta lisa y llana, o la mayoría absoluta matizada.

La primera se logra al obtener en la elección presidencial la mitad más uno de los votos emitidos, lo que en puridad sería una primera vuelta. Si ninguno de los candidatos en liza ajusta con sus votos el umbral de 51 por ciento, se procedería a una segunda vuelta. Los competidores entonces serían ahora los dos candidatos más votados.

La mayoría absoluta matizada establece, por ejemplo en Costa Rica, que se accede a una segunda vuelta si ningún candidato obtiene, por lo menos, 40 por ciento del total de los votos posibles en la primera vuelta. En Argentina se elude la segunda vuelta si en la primera ronda se alcanza cuando menos 45 por ciento del total de los sufragios o, incluso, si se alcanza sólo 40 por ciento, siempre y cuando la distancia en relación con el segundo lugar sea mayor a 10 puntos porcentuales.

Aunque el proceso electoral de 2024 ya no resulta el espacio adecuado para ningún tipo de reforma es sabido que los tiempos de la ley —acaso en buena hora— no suelen ser veloces. 

Adoptar el sistema someramente descrito aquí podría producir mayores ventajas que inconvenientes. Y si lo que se pretende es lograr una mayor legitimidad en sede de elección presidencial y alejar el fantasma de la ingobernabilidad, el sistema de doble ronda electoral puede ser un buen principio, o, quizá mejor, un buen fin: el fin de la accidentada, traumática, convulsa, violenta y enigmática transición mexicana a la democracia, asignatura pendiente sin sombra de duda.

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