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El uso político del fuego

La filosofía y la poesía son dos campos de reflexión donde el fuego ha tenido un bello protagonismo. Pensar en el fuego, hablar sobre el fuego como un objeto excepcional, ha cobrado un significado muy vibrante en ambos lenguajes. No obstante, el fuego es un fenómeno del que, actualmente, solo se habla a partir de su entendimiento natural o científico. De este ya no se discurre como lo hicieron Heráclito o Empédocles, que le dieron una personalidad simbólica. Aun así, filosofía y poesía dan fe al poder de su presencia y metáfora, porque no se puede comprender humanamente al fuego sino es en la ancestralidad de su principio físico y creador.       


En sus anales filosóficos, el fuego ha sido tematizado por los mencionados Heráclito y Empédocles, por el astrónomo Filolao y por Platón, y de manera más naturalizada por Averroes, Al Gazali, Descartes y Kant (su tesis doctoral Sobre el fuego, quizá es la más desconocida de sus obras). En su conjunto, encontramos una serie de relatos filosóficamente divididos sobre la constitución del mundo donde el fuego ha sido abordado como lo que es, como un elemento cuyas cualidades han sido retratadas como preceptos de la episteme y la moral. El orden del universo en Pitágoras, por ejemplo, partía de un fuego central que irradiaba luz a través del sol; una esfera trasparente que colindaba con la Tierra. Bajo esta concepción, los pitagóricos fundamentaron sus explicaciones a fenómenos como los eclipses.        

En la otra acera, Heráclito delegó al fuego una capacidad de arbitraje y discernimiento: “El fuego, al venir, juzgará y condenará todas las cosas”. En esa perspectiva cabían no solo sus atributos purgativos materiales, sino racionalizantes también. El efesio, cuyo pensamiento se basaba en la preponderancia del cambio y en la actualidad de la transformación, propuso al fuego como el objeto físico que representaba a esa primordial categoría: “Las transformaciones del fuego son: en primer lugar, el mar, y del mar se transformó en tierra y la otra mitad en torbellino ígneo. La tierra se vuelve mar líquido y es medida con el mismo logos que existía antes de su conversión en tierra”.  

En el ámbito de lo intangible, el fuego, dice Heráclito, es la inteligencia y la causa del gobierno de todas las cosas. A la par del oscuro pensador, la humanidad ha agotado las simbologías de este elemento como representación de la sabiduría, del espíritu, del amor. El fuego representa vida, presencia y altura. Representa lo ardoroso, lo que nos motiva y guía. Representa amor y erotismo (por si han dejado de ser lo mismo en algún momento).

En la poesía, el fuego es un signo prominente, y a pesar de su contundente literalidad, se abre en una esquirla de ideas y propósitos en el terreno de lo alegórico y lo colorativo., pero en su naturaleza, el fuego se explica como un proceso de combustión, una reacción química de oxidación violenta en cualquier materia inflamable. En la prehistoria, su manejo significaba una revolución. Su dominio permitió una mejor convivencia, la integración de las primeras comunidades humanas en el seno de los hogares como la incandescencia interior. Así, el fuego alcanza una aguda perspectiva poética, como la realizada por José Emilio Pacheco: “En la madera que se resuelve la chispa y llamarada luego, en silencio y humo que se pierde, miraste deshacerse con sigiloso estruendo tu vida. Y te preguntas si habrá dado calor, si conoció alguna de las formas del fuego, si llegó a arder e iluminar con su llama. De otra manera todo habrá sido en vano”. Desde el griego moderno, Kazantzakis lo expresó así: “Sé que la vida es una chispa que arde entre dos noches interminables”. ¿Cómo no sentirnos conmovidos por el fuego a un nivel simbólico?    

En lo que respecta a su presencia física, el fuego es terrible y muchos de sus usos son singulares en la agricultura, la medicina, incluso el arte (basta recordar el “Burning man”), así como en la política, donde, con infamia, el fuego ha sido un instrumento de dominación y violencia, y en casos más pergeñados, de engaño y encubrimiento.    

Para hablar de estos usos, y solo para explicitar la idea de este ensayo, pedimos visualizar las siguientes líneas como una exposición realizada con diapositivas, donde se plantean algunos casos sobre el uso del fuego como dispositivo político, y, como es sabido, los dispositivos políticos tienen por objetivo domesticar razonamientos, aunque en política, los razonamientos no se aniquilan totalmente, pues nunca se sabe su utilidad en un momento dado; por ello, un arma política no se reduce a un artefacto sino a una intervención que ayude en la domesticación de los razonamientos, precisamente. 

Pero antes se deben aclarar detalles, porque el uso del fuego como arma política tiene dos entendimientos: el primero que trata sobre el uso material de este como objeto disuasivo de sometimiento concreto, y el segundo, la fuerza metafórica del fuego para llevar a cabo un logro político o ideológico. En ambos casos, la domesticación de razonamientos se da como uso de la fuerza (categoría poder), o a través de una estrategia simbolista (categoría razón), así que en lo que desde aquí respecta, estos temas se expondrán de la siguiente manera: ya que el fuego diluye, diluiremos aquí, de lo material a lo discursivo, el tipo de efectos conseguidos en política a través de su uso, pasando de lo brutal a lo simbólico, de tal suerte que en la temática presente pasaremos de los casos destacados materialmente, a aquellos de relevancia metafórica, señalando el tipo de logros obtenidos en su uso.  

Primer cuadro

A lo largo de la historia puede observarse cómo, a su paso, las huestes de algunos pueblos dieron fuego a las aldeas contrarias. A pesar de que este acto es de una naturaleza beligerante, la cadena de acciones indica que se trata de una táctica, hallada, igualmente, en la historia antigua como en la moderna, dado que fuerzas bolcheviques como nacionalsocialistas hacían arder aldeas que consideraban enemigas, matando, en muchas ocasiones, a sus habitantes. El napalm, en su caso, aparece como un fogón utilizado por los fueros políticos del gran gendarme, USA, en aldeas de países orientales.      

En efecto, la quema de aldeas busca lacerar personas y patrimonio por igual. La destrucción arquitectónica de la villa rompe el espíritu de sus habitantes, convirtiendo la acción en un acto político que no busca erradicar como tal, sino atemorizar, y el miedo, asociado al despojo de los beneficios que una vivienda otorga (entre otros, el cobijo y la concordia), desquicia el objetivo de una vida íntegra. Si asumimos que una vivienda resuelve la mitad de nuestras vidas, perder tal posesión bajo fuego hostil, pone a trepidar la entereza de manera monstruosa.

Los casos más recientes se asocian a conflictos africanos y birmanos, donde en una ofensiva se incendiaron más de 300 aldeas, desplazando a más de 600,000 personas. El fugo fue tan grande que la situación podía ser observada con cámaras satelitales.

La quema de aldeas, primer cuadro. Guerra, odio y fobia atados por un trasfondo aberrante donde el fuego ha sido utilizado con fines de política facciosa fatídica.   

Segundo cuadro

Hogueras humanas como acontecimientos de terror. Esta es una tragedia individual que sumaba víctimas. De por sí la pena capital es la máxima expresión de coacción existente, la idea de hacerlo con la peor de las crueldades posibles manifiesta el escarmiento que trataban de grabar los verdugos en aquellos que presenciaban una ejecución de fuego. Por ese motivo, las hogueras humanas se vuelven una clara acción política, pues la causa de la pena debía ser tan represiva como para aniquilar al agente con un ejemplo desproporcionado.

Con la pira se ponía en claro el destino que tendría quien optara por esa vía.         

Como ecuación desvirtuada, “medievo” más “iglesia” arrojan un resultado: “hoguera”. Eso es lo que ronda en el imaginario al traer a cuenta estos conceptos. Ciertamente, quemar personas fue un miserable despotismo arrogado por diferentes credos y regímenes que tomaron las hogueras como pauta, no solo para suprimir individuos, sino para alzar con fuerza sus principios de poder. ¿Quién iba a refutar el canon, si el canon era ellos? Ellos eran la reiteración de la doctrina, del poder político ostentado en sus ingenios de suplicio y persecución. La hoguera desarrolló una estética turbulenta que englobaba sufrimiento e inquietud. Solo había que llevar la chispa al patíbulo del condenado, y quien la llevaba era, por supuesto, la mano de un interés político.          

Tercer cuadro

Se hace presente uno de los actos más lamentables de la historia: la quema de libros, y para referirlo políticamente tomemos como ejemplo la figura recurrida del emperador Qin Shi Huangdi y su desconfianza por los sabios confucianos. Tras la llegada de este emperador al poder de la China del siglo III a.C., se hicieron arder todos los libros de historia para dar oportunidad al dictador de escribir su versión megalómana de la vida pública. Sin embargo, esta quema de libros se extendió a otras temáticas y poco después casi todo el catálogo existente en el imperio fue condenado a las cenizas. De hecho, la supresión del conocimiento incluyó la muerte por tortura de sus productores, los sabios (confucianos), promovida sobre todo por los asesores del emperador, quienes sabían que la unificación del imperio solo podría sostenerse si se instruía una forma de pensamiento homogeneizado, si las expresiones más fuertes de crítica y contrarrespuesta eran suprimidas.                       

En términos generales, la quema de libros es un esfuerzo enérgico por la domesticación del razonamiento basado en la extinción del conocimiento impreso, culminado satisfactoriamente con una política agnotológica -nombre otorgado por Robert Proctor a la producción deliberada de ignorancia-. Pero, teniendo lo anterior presente, arrojemos una pregunta: ¿quemaría usted un libro? ¿por qué razones?      

Quizá, para desaparecer un manuscrito no sea necesario verlo arder. Bastaría con llevarlo a una zona de olvido como escribe el historiador Robert Darnton “Un libro mal colocado en un librero puede desaparecer para siempre”. Sin embargo, en política, las consideraciones son muy diferentes: dada las dogmáticas personalidades que se autoperciben como “el fin de la historia”, la quema de libros es un acto de erradicación y censura que efectúa lo expresado por Heráclito: “El fuego, al venir, juzgará y condenará todas las cosas”. Tal vez, por esa razón, él jamás escribió texto alguno…     

Cuarto cuadro

Abordemos las hogueras de vanidades. Desde luego, quemar objetos no es, ni de cerca, igual que quemar aldeas o personas, pero Savonarola, el ortodoxo monje que llamó a estas acciones en la Florencia renacentista, era un enemigo declarado de los Medici a quienes suponía promotores de la decadencia regional; es decir, Savonarola entendió el esfuerzo renovador del mecenazgo burgués como una obra diabólica, así que su expiación era en contra de una mentalidad o una filosofía. La quema era un fuego para los objetos que simbolizaban esa nueva visión, por ello, su proselitismo fue singular pero pingüe.  

Algo similar ocurrió con la quema de discos y memorabilia de los Beatles en 1966 ―después de que John Lennon dijera que eran más grandes que Jesucristo, dando como resultado un linchamiento in absentia, que, después de todo, era parte del mismo fenómeno que se pretendía vencer.  

Estas hogueras fueron movimientos metonímicos, donde el objeto repudiado hierve en sustitución de la presencia significativa. ¿Existen hogueras metonímicas aún? Seguro las hay: quemas de banderas nazis o israelís; efigies de George Bush y la bandera del gran satán en llamas, sin olvidar las cruces ardiendo con que el ku klux klan intimidaba a sus víctimas.       

Quinto cuadro

Aquí tenemos una imagen más dócil, apenas comprensible en su aspecto político: el fuego sagrado de Vesta en Roma, que debía mantenerse en su ardor a fin de que la ciudad gozara de fortuna. Si la flama se apagaba, se pensaba que era signo de una calamidad futura. De esta manera, los asuntos de la civitas eran puestos en las manos de una creencia mítica, de una inclinación religiosa donde el fuego debía estar presente como signo perceptible de dichoso porvenir. Vesta, la diosa del hogar, se hacía presente bajo una politización en la que se equiparaba al Estado con el hogar, y el pebetero en que se mantenía su fuego estaba resguardado por las vestales, a quienes se les otorgaban privilegios como el de perdonar a un condenado, incluso.   

De todos los usos políticos del fuego, seguro este es el más condescendiente, donde su mera presencia apuntaba a una diferencia entre la bienaventuranza o la catástrofe común.         

Sexto cuadro

Aquí veremos una serie de rostros políticos, ataviados con traje e indolencia, ofreciendo una explicación conocida como “la verdad histórica”. ¿Qué es “la verdad histórica”, y qué ha de ver con el uso político del fuego?

El 26 de septiembre de 2014, 43 estudiantes fueron desaparecidos en la ciudad de Iguala, México, donde el tema es bastante conocido. Los universitarios, pertenecientes a la escuela Normal Rural de Ayotzinapa, fueron detenidos la noche de ese mismo día por policías municipales debido a que realizaron una toma de camiones foráneos. En una primera explicación, se dijo que los estudiantes llevarían a cabo una manifestación en detrimento de la esposa del alcalde José Luis Abarca, personaje relacionado con grupos delincuentes. La policía atacó a un grupo de setenta estudiantes, aprox., transportados en autobuses, disparando en su contra y ahuyentando a otro número de estos, mientras que los restantes, 43 para precisar, fueron secuestrados para no ser más vistos. 

A los pocos días, después de que el incidente ya era del conocimiento general, un par de indiciados informaron sobre la entrega de los estudiantes a una tropa de sicarios que suponían la complicidad de los normalistas con grupos rivales, pero, ya que al momento de la entrega descubrieron que muchos de ellos habían muerto por asfixia, interrogaron a los sobrevivientes que fueron asesinados después. Consumada la escabechina dentro de las fronteras de un socavón de basura en la ciudad de Cocula, y una vez que las autoridades llegaron, lo único que pudieron rescatar fueron cenizas y algunos restos óseos. La lógica de las pesquisas concluía que los cuerpos de los estudiantes habían sido abrasados con un fuego tan intenso que los mismos huesos se habían pulverizado. Los restos recuperados fueron embolsados y enviados a la universidad alemana de Innsbruck, con alta especialidad en identificación de ADN a través de residuos calcinados, cerrando la parte prioritaria de las averiguaciones, es decir, conocer el paradero de los muchachos.    

Los investigadores de la universidad de Innsbruck declararon que era difícil dictaminar que los restos incendiados correspondieran con los de los estudiantes. Las pruebas eran insuficientes para examinar el crimen, aunque se contaba con el testimonio de los declarantes aprendidos. El Estado, en voz de su Procurador, Jesús Murillo Karam, habló de la verdad histórica: LO QUE HABÍA OCURRIDO COMO HABÍA OCURRIDO. Tal fue su axiomática. No era una verdad consensuada, semántica o metafísica, era histórica, y en su retórica el fuego era el elemento categórico para llegar a esa afirmación, porque el fuego desapareció a los estudiantes. El fuego diluyó toda posibilidad de identificación científica. El fuego fue la voz que abstractamente dejaba ver lo histórico de los hechos, porque el pasado, tema por antonomasia de la historia, es empíricamente imposible de acceder.

El fuego ―no el fenómeno sino la idea― tenía mucho qué decir en esta historia. Tenía mucho que ocultar en esa estructura política que nunca mostró interés por ir más allá de las lánguidas evidencias suscritas. El fuego, aunque solo como palabra, tenía mucho que defender en ese tren estatal, y así se comprendió cuánto apoyo daba su mención a un sistema que defendió la verdad histórica en favor de su imagen de benefactor.    

“Aunque solo como palabra”, ese es el punto sospechoso, ya que el fuego que sostenía toda la verdad histórica no era suficiente. La física de la combustión rebasó lo hasta entonces sabido acerca de la cremación de cuerpos. Las declaraciones de los policías y los criminales se movían en sentidos diferentes. El peritaje de dispositivos, como cámaras y registros telefónicos, hablaba de otros posibles involucrados, así como de la presencia del ejército en el lugar de los hechos. La cooperación internacional involucrada en el análisis del caso, acusó la deportación de sus integrantes. La imposibilidad por parte de la universidad de Innsbruck para emitir un dictamen a las pruebas enviadas para examen fue contundente, y en el último párrafo de este entramado, el gobierno de izquierda obradorista declaró que las investigaciones judiciales realizadas carecían de valor, sin mostrar esfuerzos diferentes por alcanzar aportes significativos, defendiendo bastardamente a los Abarca y al ejército que, al menos, se portó omiso en varias de sus labores. La investigación se contrajo y no ha surgido explicación satisfactoria alguna. El fuego se apagó, o, alegóricamente dicho, se silenció, pero dentro de todo existe una satisfacción en lo acontecido.       

Sin hacer menos la tragedia, es satisfactorio saber que el estudiante es una figura de temor para el sistema y sus testaferros. Las masacres lo confirman con lo abominables que son, pues la esfera estudiantil no se ha doblegado, y aunque sus opositores son política, empresarial y criminalmente variados, los estudiantes y sus martirios dejan ver una de las más grandes preocupaciones de los poderes cobardes: el individuo libre a través de su intelecto, portador del quehacer humanista que da forma al mundo por el uso de su fuerza crítica. Ese es el espíritu del estudiante que concibe su vida en el interminable esfuerzo intelectual.

El sistema premia a los alumnos de buenos resultados, sujetos meritorios pero superficiales. Esa es una forma de amansar el potencial del auténtico estudiante, aquel que obtiene su mayoría de edad cuando confronta las formas del sistema y sus representantes, cuando confronta la realidad impuesta por el sistema, manipulada con la hoguera al fondo de la caverna. Por ello, el sistema penaliza a los estudiantes que siguen la ruta de escape a la verdad, y el fuego, maravilloso e indispensable, ha sido un recurso estratégico para la conservación del poder, incluso en abstracto, como “la verdad histórica”.   

¿Confiaremos en el sistema cuando respete el valor del fuego como un elemento en que la vida se refocila y crece, y no como un instrumento de erradicación? No lo haremos, porque, en otros términos, disfrutaremos la caída de un sistema que pierda el control del fuego y arda en sus mentiras y horrores. 

 

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