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Ana Gabriela Fernández: Música, migración y modernidad

Desde el diseño de un programa musical hasta la interpretación de la obra de un compositor, el quehacer de un artista conlleva la construcción de una narrativa e implica, necesariamente, un diálogo. ¿Qué nos cuenta la obra de un compositor? ¿Qué historia hay detrás de la interpretación de una pieza en piano? ¿Qué diálogo se pueda generar desde el arte? Entre otros temas, platicamos sobre esto con la pianista Ana Gabriela Fernández.


Ana Gabriela Fernández (La Habana, Cuba) es licenciada en Música, perfil Piano, por la Universidad de las Artes de La Habana y la UNAM, de donde también es maestra en Interpretación Musical (2017) y doctora en Música en el campo de Interpretación Musical. Ha sido premiada en diversos certámenes nacionales e internacionales, entre ellos el Primer Premio del Concurso Internacional de Piano Musicalia (La Habana, 2013). Su labor discográfica ha obtenido varias Nominaciones y Premios Cubadisco en 2012 y 2014. Ha tocado en distintas ediciones de festivales internacionales como los Festivales de Música Leo Brouwer de La Habana, Música de Halifax y Orford Academy en Canadá. En México ha tocado como solista con varias orquestas, entre ellas la Sinfónica Nacional de México, Filarmónica de la Ciudad y OFUNAM.


¿Cómo llegaste a la música?

Ana Gabriela Fernández – Nací en La Habana, Cuba, en pleno 1990, año de la caída del bloque socialista; un año muy complicado para mi país. Mi papá es ingeniero de sonido y mi mamá es musicóloga, investigadora, escritora, profesora y Premio Casa de las Américas. Desde que era muy chiquita había una gran afluencia de artistas a mi casa, tanto de pintores como de músicos, colegas de mis padres que estaban relacionados con el arte.

Mi mamá, además, es profesora de historia de la música contemporánea. Ese tipo de música, que proviene del siglo xx con Claude Debussy, siempre estuvo muy presente en mis oídos. Recuerdo que desde muy pequeña escuchaba obras de Stravinsky, George Gershwin, John Cage, por ejemplo, compositores que no son tan comunes a los oídos de un niño. Desde entonces me enamoré de la música contemporánea y, de ese modo, de la música en general. Mi mamá tenía una gran pasión por Frédéric Chopin. Trabajó un tiempo en Polonia después de titularse del Instituto Superior de Arte. Escuchaba muchísimo a ese compositor, que para mí es el poeta del piano. La música contemporánea, y el arte en general —el ballet, la danza y las artes plásticas—, siempre estuvieron muy de cerca de mí. Fui muy afortunada por nacer y de criarme en el seno de una familia que amaba el arte.

En Cuba, las llamadas carreras largas de música, relativas a los instrumentos como el piano, el violín o el violonchelo, comienzan a los seis años. Cuando los cumplí, la Escuela Nacional de Arte abrió plazas para que niños hicieran pruebas de aptitud para estudiar algún instrumento. Mi mamá habló al respecto conmigo y yo apliqué. La verdad es que siempre tuve el deseo de ser artista. Me quedé en los tres instrumentos. El piano lo domino porque mis padres tenían en casa un piano vertical. Cuando ingresé a la Escuela Nacional de Arte comencé a ganar concursos y a tener ciertas facilidades para tocar ese instrumento. Con ello vino el descubrimiento de muchos pianistas que han marcado mi formación, como Martha Argerich, Emil Guilels, Arthur Rubinstein. Lo que me fascinó de estos artistas no fue solamente su capacidad de transmitir vivencias, sino también que son intelectuales. Una cuestión que admiré de la maestra Martha Argerich es de que logró hacer una carrera en Europa, siendo latinoamericana, con un instrumento dominado por europeos. Eso me impregnó una fuerza y unos grandes deseos de llegar a ser una gran pianista. A partir de ahí se produjo una serie de sucesos en mi vida profesional, como ganar concursos y tocar con las orquestas más importantes de la isla, hasta que llegó el momento de que mis papás me dijeron que tenía que ir a otro lado para seguir desarrollando mis capacidades, porque en Cuba es muy difícil todo. Lamentablemente es un país que tiene muchos conflictos con las naciones desarrolladas, donde existen grandes posibilidades de hacer carrera, de conocer personas, de tener profesores excepcionales. No hubo posibilidad de irme a otro lado por cuestiones políticas, pues en ese momento Europa tenía muchos problemas con Cuba; Estados Unidos, ni se diga, desde 1959. En ese sentido, México fue un buen lugar para venir y donde he podido ampliar mis horizontes, mi nivel intelectual, conocer a grandes artistas y hacer una carrera internacional.

A pesar de la universalidad de los compositores a quienes te refieres, ¿sientes que en tu tránsito de Cuba a México también hubo un tránsito musical?

Ana Gabriela Fernández – Completamente. El tránsito musical está presente todo el tiempo en mi carrera, desde que era niña hasta ahora. Cuando escojo las obras para armar un programa, tienen que ver con lo que estoy viviendo, con la narrativa del programa, con lo que yo quiero que el público escuche.  

Hay algo muy importante en mi carrera que siempre ha estado presente: la colaboración con compositores vivos. Tuve la fortuna de conocer al maestro Leo Brouwer y tocar en su Festival de Música de Cámara, un festival al que invita a grandes músicos de la escena europea; ahí tuve la posibilidad de hacer música con él y de descubrir a compositores como Harold Gramatges, uno de los más importantes que ha dado Cuba, Premio Tomas Luis de Victoria. Te puedo asegurar que no es igual trabajar una obra de Chopin o de Brahms que trabajar una obra con un compositor vivo, porque se crea una conexión completamente diferente. Para mí es súper importante que la música contemporánea y de compositores vivos esté presente en mis programas.

Cuando llegué aquí conocí a compositores mexicanos como Federico Ibarra, Leonardo Coral, Gabriela Ortiz, Mario Lavista. Interpretar y tener la posibilidad de trabajar directamente con un compositor ha sido fundamental para mi creación diaria, porque he adquirido un concepto completamente diferente al abordar obras de Chopin o de Bach. Vivir en México me dio la posibilidad de conocer a personas a quienes yo nunca me hubiera imaginado conocer y he tenido vivencias que me han ayudado a ver la música y las artes desde otro punto de vista y me ha hecho reflexionar acerca de ciertos temas, como la soledad y el diálogo con una misma.

El tránsito es una constante en mi búsqueda como artista. Todo el tiempo estoy descubriendo y escuchando música nueva y leyendo libros nuevos, que me influencian y me ayudan a conformar diferentes programas. La diversificación es lo más bello que hay.

Me llama la atención cómo tu experiencia de vida se traduce en la forma como construyes tus programas, en el modo en que te relacionas con compositores vivos y muertos. ¿Cómo te relacionas, desde tu arte, con las personas, con las cosas, con la historia?

Ana Gabriela Fernández – Lo que yo hago es contar historias con sonidos. Para mí ha sido vital la relación de la música con otras manifestaciones artísticas. Si yo hubiera sabido eso desde que tenía 11 años quizás mi percepción habría sido distinta. Pero lo descubrí en México, cuando tuve mi primer acercamiento con el maestro Mario Lavista, pues muchas de sus obras estaban relacionadas con otras manifestaciones artísticas, como la pintura (Mujer pintando en cuarto azul, que dedica a la pintora fallecida Joy Laville, o Simurg, que es una pieza constante en mi repertorio).

La posibilidad de contar historias a través de sonidos también me ha volcado hacia el trabajo de investigación que he desarrollado en México en relación con un compositor, Julián Orbón, que emigró a Cuba en la década de 1930 o de 1940, y si no mal recuerdo luego vino a México y fue asistente del maestro Carlos Chávez en el taller de composición del Conservatorio Nacional. Decidí hacer mi tesis de maestría, de doctorado y ahora de posdoctorado, sobre la obra Valeriano, una obra muy corta, ecléctica, diversa, pero de la cual no se han hecho estudios. Me di cuenta de que éste era el país correcto para estudiarlo porque México fue quien mejor lo trató. Cuando él se fue de Cuba por cuestiones políticas, después de 1959, se borró de los planes de estudio cualquier alusión a su obra, pues fue tachado de hispanista (de que no tenía sentido nacionalista con la causa cubana). Siendo español, se vino de Cuba a México y después a Estados Unidos. Su identidad, migrante intelectual permeado de diferentes vivencias, tiene mucha relación conmigo. La identidad, la migración y el exilio tienen que ver mucho con mi vida, con mi creación constante, y no solamente con mi relación con el piano, sino con todo mi quehacer intelectual. Para mí es muy importante que la literatura que leo me permita reflexionar sobre lo que estoy viviendo en México, ya sea familiar, emocional o profesionalmente, en relación con lo que vivieron otros artistas como yo: el exilio de quienes se vieron obligados a abrirse paso en una sociedad completamente diferente. Mi voz es desafinada y chiquita, pero trata de decir cosas desde mi visión de intérprete a través de Julián Orbón y de otros compositores de lenguaje, otros compositores que escriben sus vivencias en una partitura. Yo simplemente les doy vida de la mejor manera que puedo.

Has tocado un tema que nos interesa mucho: la academia. Pareciera que, históricamente, sobre todo en este lado del orbe, artistas y academia están peleados. ¿En tu caso no existe esa ruptura?

Ana Gabriela Fernández – He tratado de hacer una simbiosis lo mejor posible. Mi formación se la debo a la Facultad de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ahí me di cuenta que tenía que aprender a usar, en principio, Word; en cuanto me inscribí tuve que aprender a usar internet, y eso fue todo un reto porque yo venía de un lugar donde no había esos elementos. Cuando entré a la maestría quise hacer mi tesis sobre Julián Orbón. Recuerdo haber estado atiborrada de clases, de textos sociológicos, sobre identidad y emigración… Necesitaba leer algo distinto a las extensas novelas que estaba acostumbrada a leer, que pudiera ayudarme en mi creación artística diaria. Encontré la poesía como una solución maravillosa: es corta y sintética; su lenguaje es muy diverso, y leyéndola podía alimentarme de esa maravilla y enlazarla con la creación en mi escritura. En este sentido, la poesía jugó un papel fundamental en mi vida. Descubrí la poesía erótica de Octavio Paz y me pareció fascinante. Y a partir de ahí he sido una asidua lectora de la obra de este excelente escritor mexicano. La academia está ahí, es importante, pero no hay que dejar a un lado la espontaneidad, la búsqueda de la creatividad. Por eso debemos estar rodeados de personas que no sólo sean académicos, musicólogos e investigadores. 

Es muy indispensable que un músico no se aboque exclusivamente a su instrumento, sino que se empape de otras cosas para tener capacidad de crítica, de pensamiento y de organización de ideas. Afortunadamente yo he estado en la academia, pero nunca he dejado a un lado la constante búsqueda de la creatividad en mi instrumento.

¿Qué buscas a través de la música?

Ana Gabriela Fernández – Estoy buscando la libertad de ser una mujer, de convertirme en una persona que tenga la facilidad para hablar de arte, de sociedad, de política. Me interesa mucho la política, la diversificación. Pienso que para un artista es muy importante la diversidad; no es suficiente ser pianista en momentos como el que estamos viviendo en que prevalece la falta de recursos en las instituciones y la desidia de las personas que las encabezan: a la hora de programar, de invitar, de hacer, de preocuparse por crear, porque todo el tiempo están hostigando ese quehacer. A mí me interesa mucho tocar piano y escribir desde mi ámbito, desde mi voz personal (que no es la de una escritora); para mí es muy importante transmitir mi experiencia como pianista. Busco diversidad y libertad para crear, para sentirme bien en mi entorno, para hacer un programa y hacer lo que yo quiera y para grabar lo que yo quiera.

¿Qué escribes?

Ana Gabriela Fernández – Escribo mucho sobre Julián Orbón. Hay muchos temas que me interesan de su vida; no solamente la parte sociológica —la migración y el exilio—, sino también las cuestiones musicales que tienen que ver con su vida: la manera en que dialoga con compositores del pasado como Manuel de Falla y Tomas Luis de Victoria, sin perder su esencia, su búsqueda personal. Orbón es un compositor que tiene muy poca obra, pero todas sus creaciones son de una inspiración muy personal. No solamente está el Orbón compositor; también está el Orbón intelectual. Muy pocas veces encontramos que un compositor escriba tan bien sobre su música y él lo hizo. Lo consignó en la revista Orígenes, de cuyo grupo, liderado por José Lezama Lima, fue integrante. Lezama Lima fue de esos escritores que ha dado Cuba, rodeado de poemas, y Julián Orbón se empapó de ese ambiente que es muy parecido al ambiente del que me estoy empapando yo. Y eso ocurre por causas del destino; uno no lo busca: simplemente llega. Y así ha sido. Me interesa mucho Orbón intérprete, pero también el intelectual, el compositor. Y ese ahora ha sido mi tema fundamental.

Me interesa mucho hacer crónica, crítica y reseña y escribir textos sobre la música contemporánea que escucho, así como abordar temas como la escuela cubana de piano, las escuelas de música en Cuba, lo que creo de las instituciones musicales de aquí, de la radio en México, de la música académica.

Tú eres intérprete, y en el Derecho esa es una actividad primordial cuya creatividad está restringida por principios y métodos hermenéuticos. ¿Cómo ha sido tu proceso creativo durante la interpretación?

Ana Gabriela Fernández – Mi proceso creativo ha cambiado a lo largo de los años. Es un proceso muy complejo que funciona de manera distinta en cada persona, en cuanto a percepción, en cuanto a compañía, en cuanto a vivencias, en cuanto a lo que uno busca, en cuanto a su enseñanza, en cuanto a lo que ha tenido. Lo que yo buscaba cuando era niña era muy diferente porque no tenía una conciencia muy clara de qué era el proceso creativo y más bien obedecía a mis maestros. Entonces veía muchos videos. Para mí eso era muy importante en mi formación. Ya luego surgieron los cuestionamientos, en la adolescencia, sobre lo que quería ser y cómo lograrlo, lo cual fui interiorizando poco a poco e incorporándolo a mi práctica diaria. Tuve la fortuna de venir a México y de viajar a Canadá para tomar cursos que me ayudaron a tener otra idea de lo que era el proceso creativo y de cuál iba a ser mi camino, el tipo de repertorio que haría, las composiciones con las que tenía mayor cercanía.

Yo quería ser una pianista, una intérprete, que tuviera la facilidad de hacer música de cámara, de tocar como solista en una orquesta, de hacer un recital sola y de acompañar a un cantante o a un instrumentista. El proceso creativo va de la mano de quien uno es y de lo que uno quiere ser y de la búsqueda a la cual uno se aferra.

Puedo experimentar, por ejemplo, en la sonata de Liszt —basada en Fausto de Goethe—, pero no es igual al proceso creativo que ensayaré en los cuadros de una exposición o en el Petrushka de Stravinsky o en el Concierto para piano de la Orquesta de Javier Ortiz que acaba de estrenar el año pasado. Tiene mucho que ver con la forma en que uno se relaciona con la pieza, con las vivencias del compositor. Está bien empaparse de todo el ambiente que envolvió a la obra y a la vida del compositor, así como a su lenguaje, pero también tiene que ver con uno. Cuando uno interpreta, el centro fundamental del proceso creativo consiste en decidir cómo uno trabajará los sonidos que el compositor escribió, que es su historia de vida, y cómo los decodificará.

En esa simbiosis uno no va a pasar por encima de lo que el compositor escribió. La simbiosis se producirá entre lo que uno está viviendo y la técnica, la práctica, la parte intelectual de la composición y la transmisión al público. La energía entre el público y lo que uno está tocando es única, pues cada concierto es e irrepetible. Puede hacerse un concierto en el Museo Nacional de Arte con obras de Chávez, de Lavista, de Gabriela Ortiz, y tocar ese mismo recital en Morelia, y todo cambia. He ahí el discernimiento y la sabiduría del intérprete que va a escoger cuáles son los momentos más importantes de una obra. El proceso creativo es muy cambiante, diverso y complejo a la vez: cambia no sólo con las obras, sino con el espacio.

Ya has hablado del vínculo entre música y literatura. Sandra Lorenzano escribió la novela Fuga en mí menor (Tusquets Editores, 2012) donde explora el proceso creativo de los compositores a través de elementos como los sonidos y los silencios. ¿El silencio tiene un rol en tu trabajo?

Ana Gabriela Fernández – Totalmente. El silencio es parte de la vida y de la música, obviamente, pero mi relación con él ha sido conflictiva. He tenido que aprender a valorarlo porque —claro— la vida de una solista es muy solitaria y silenciosa. El hecho de tener tanto silencio alrededor a veces es un poco complicado, pero al final es fundamental para la creación: propicia el espacio introspectivo con una misma. Es importante para la concentración y para el estudio.

¿Cómo se vinculan los siguientes términos?

Música y paz

La música puede ser un aliciente para las personas que están viviendo una situación de guerra —no necesariamente bélica—. Es un elemento importante para aliviar el dolor y la angustia que puede provocar una situación determinada. Hay música que se creó en términos de guerra, por así decirlo. Por ejemplo, el caso de Beethoven, que componía como protesta a muchos actos de Napoleón Bonaparte quien a la postre se autoproclamó emperador. Hay casos en los cuales la vida de los compositores ha corrido peligro, como en el de Dmitri Shostakóvich, con Stalin, o en el de Serguéi Rajmáninov, quien compuso música en Estados Unidos siendo migrante, o en el de Frederic Chopin, quien emigró a Francia y cuya estética está llena de su tristeza por regresar a Polonia. La sensación de paz tiene que ver con la música y tiene que ver con ese aliciente, con la calma y con la añoranza. No sólo con la guerra.

Música y justicia

Hay injusticias en todas partes y se viven cotidianamente. Vienen de los lugares más insospechados. Hacer música puede devolver el valor perdido a los compositores que en algún momento de su vida fueron demeritados por sus colegas. Eso es lo que yo hago todo el tiempo. Para mí es muy importante llevar los lenguajes latinoamericanos no escuchados a una Europa que muchas veces nos mira con recelo y nos considera incapaces de hacer música académica de calidad, como si lo único que hiciéramos fueran ritmos latinos. Me ha ocurrido eso cuando he tomado cursos con pianistas de Francia y Alemania que al verme tocar a Bach o a Ravel y manifiestan su recelo, pues no creen que pueda hacerlo con la misma calidad con que lo hacen ellos. También hago justicia cuando, como intérprete, llevo una pluralidad de compositores latinoamericanos que no son muy escuchados en países como Alemania u otras naciones de la Unión Europea, o como Estados Unidos o Canadá, para que vean que hay un nivel y una capacidad creativos importantes en la región latinoamericana

Hay muchos viajes, personas, historias detrás. Al final, entonces, ¿qué es la música?

Para mí la música es espiritualidad.

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