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Dos escenas de sangre

A través de este ensayo en dos escenas, en prosa y en verso, Arturo Reyes aborda las muertes de Federico García lorca y de Miguel Hernández a manos del franquismo. «Mejor vida es morir que vivir muerto».


Primera escena

Nunca he estado en Granada. ¿Podré escribir lo que un día pasó en aquella ciudad? Lo intentaré para que el olvido no gane más terreno. Corrían los años treinta del siglo pasado cuando se desató la Guerra Civil española. En el país se incendió la calma. Sus tierras sirvieron de ensayo bélico pues los impulsores de la Segunda Guerra Mundial afilaron sus garras en tierra española.

Previamente, tras la abdicación del rey Alfonso XIII, en 1931, se instauró una república en aquel país. En esos momentos la inestabilidad política era constante; por ejemplo, existieron 28 gobiernos republicanos con opositores; Francisco Franco encabezaba la sublevación contra el nuevo régimen.

En las confrontaciones militares y políticas destacaron las victorias de Queipo de Llano en Sevilla, triunfo estratégico para el franquismo. Con este posicionamiento territorial nació la oportunidad de tomar Barcelona y Madrid. Así que Franco buscó alianzas y fijó su mirada en Hitler. “Desde Hamburgo partió el Usaramo para el puerto de Cádiz. Entre los pasajeros se encontraban 10 aviadores de caza de la Luftwaffe alemana, 10 tripulaciones de aviones de bombardeo y personal de tierra” (Heydecker y Leeb, 1972, p. 230), con lo que dio inicio a la alianza mortal. Mussolini también dispuso tropas de apoyo. 

Por otro lado, Moscú ayudó a los republicanos y Francia instauró el Comité de No Intervención con 26 naciones europeas. Sin embargo, el franquismo ya había abierto sus puertas para que Hermann Goering probara su fuerza aérea en un campo de batalla; la guerra había iniciado: “Desde ese momento y durante tres años el pueblo español tuvo que pagar los platos rotos de esta intervención de Stalin, Mussolini e Hitler-Goering. La lucha no hubiese durado tanto sin la intervención de las potencias extranjeras” (Heydecker y Leeb, 1972, p.231).

Ante este panorama, muchos ciudadanos españoles tuvieron que exiliarse para no convertirse en presos políticos. En este periodo, México jugó un papel humanitario destacado y proporcionó asilo al que lo solicitara. En el puerto de Veracruz desembarcó el mítico Sinaia con figuras como Pedro Garfias, Ramón Xirau, José Gaos y Adolfo Sánchez Vázquez. Además, en la nación mexicana se refugiaron, entre otros, Joaquín Díez-Canedo, Juan Villoro, León Felipe y María Zambrano. Como muestra, la escultura del malecón veracruzano donde un hombre sostiene una maleta con la leyenda: “En recuerdo de todos los emigrantes españoles que llegaron a México por este puerto, en busca de un mejor futuro y que con su trabajo han contribuido a engrandecer esta generosa y hospitalaria Gran Nación Mejicana”.

Aunque hubo gente que decidió quedarse en España, como Federico García Lorca. La tempestad vivida en Madrid despertó miedo en él, temor de que le nublaría la razón porque, pese a que estaba bajo el control de las fuerzas falangistas, decidió volver a su natal Granada. Así que el poeta retornó al ombligo y se refugió en la casa familiar, donde una comitiva franquista llegó por él. Llevaba una orden de aprehensión. Lorca alcanzó a huir y buscó albergue con su amigo Luis Rosales. Sin embargo, la esperanza de no ser descubierto en un hogar falangista se derrumbó porque de allí mismo se lo llevaron. 

Queipo de Llano dirigió las investigaciones del arresto del poeta acusado de espía comunista, de inmoral y de subversivo. Por esta situación Lorca perdió la vida y fue como si de pronto la palabra perdiera la batalla por un zarpazo de barbarie. Hasta la fecha se desconoce el paradero de sus restos, pero, en realidad, ¿por qué fusilaron a Federico García Lorca? ¿Porque aún quedaban huecos para llenar las fosas?

Aún no salía el sol cuando el soldado pronunció su nombre: “Federico García Lorca”. El poeta se incorporó, inhaló aire y reacomodó su moño antes de abandonar la celda. Otro soldado le abrió la puerta y un tercero le tomó del brazo para escoltarlo a un destino que le impediría contemplar otro amanecer. Aquella madrugada del 18 de agosto de 1936 era la culminación de la injusticia; sólo faltaba que, bajo un árbol, inerte, cayera el cuerpo de Federico García Lorca —no siempre se dice la verdad bajo un árbol—.

Segunda escena 

La respiración es un molino 
que tritura la muerte.

Su noche deshojó 
el nombre sin canas:
Miguel Hernández.

Miguel Hernández  
palideció como estrella distante.

Sin embargo 
sigue siendo joven
como espejo de ultramar. 

¡Qué vuelva a nacer Miguel Hernández!

Él es una imagen 
durmiendo en la sangre. 

Que regrese y abandone el silencio
ese que ahoga las entrañas.

Espero que algún Dios lo liberte 
para crispar la piel del sueño poético.

Miguel
vuelve con tu silbido
llámanos 
somos cabras extraviadas. 

García Lorca y tú murieron jóvenes 
padecieron ante el hierro franquista.
Atados a un verso de Quevedo 
murieron en la caída del aire
porque mejor vida es morir 
que vivir muerto. 


Referencias

Heydecker, J., y J. Leeb (1972), El proceso de Núremberg, España, Bruguera.

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