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El principio de no intervención y la protección de los derechos humanos

La idea de que existe una prohibición absoluta para que Estados y organismos internacionales eviten hacer pronunciamientos sobre derechos humanos en terceros Estados es falsa, afirman los autores. En este artículo explican la idea del principio de no intervención y el por qué de dicha falsedad.


A pesar de que el principio de no intervención frente la protección de los derechos humanos ya es caduca desde hace varias décadas, todavía existen resquicios en la psique colectiva de una idea romántica del concepto de soberanía que en muchas ocasiones se emplea para cambiar la atención nacional de la violación de derechos humanos hacia el supuesto intento injerencista de gobiernos extranjeros en los asuntos internos del Estado.

Justamente en marzo de 2021, durante las conferencias mañaneras del presidente de México, se evocó esta idea:

  • “Nosotros no nos metemos a opinar sobre violaciones de derechos en Estados Unidos; somos respetuosos, no podemos opinar sobre lo que sucede en otro país. Entonces, ¿por qué el gobierno de Estados Unidos opina sobre cuestiones que sólo competen a los mexicanos?” (31 de marzo).
  • “En gobiernos anteriores se permitieron las masacres y los defensores de los derechos humanos de la llamada sociedad civil se quedaron callados; lo mismo que los organismos de la Organización de las Naciones Unidas defensores de derechos humanos, y ahora lo que les urge es tener pretextos o excusas para señalar que somos iguales, y eso no”. (24 de marzo).

Bajo una perspectiva de realpolitik, los Estados siempre actúan promoviendo sus objetivos de política exterior. Inclusive, en repetidas ocasiones, los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales sirven como instrumentos para realizar el trabajo sucio de ciertos Estados extranjeros que buscan intervenir en los asuntos internos de otros Estados.

A partir del surgimiento de la dogmática de derechos humanos hemos visto cómo el sistema internacional ha cambiado su punto de gravedad, ya que en lugar de seguir girando alrededor de los Estados, tenemos que el enfoque principal actual se funda en el individuo.

Evolución del derecho internacional de los derechos humanos

La resolución 217 A (III) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, comúnmente conocida como Declaración Universal de los Derechos Humanos, indica que los derechos humanos son aquellos derechos y libertades inalienables que poseen todas las personas por igual, los cuales derivan de la dignidad inherente de la persona humana. Esta definición ha ido completándose a lo largo de los años, con el reconocimiento de múltiples aristas, bajo las cuales se entiende que estos derechos son universales, interdependientes, indivisibles y progresivos.

Más allá de su definición, la declaración pone en evidencia su fragilidad. En su preámbulo, reconoce que los derechos humanos nacen como una aspiración, un “ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse” para hacer de éstos prerrogativas efectivas. Justamente reconociendo el carácter aspiracional de los derechos humanos surge una de las frases más célebres de la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos, la cual, en su sentencia del caso Airey vs. Irlanda (1979), señaló que “la Convención [Europea de Derechos Humanos] busca garantizar derechos que sean prácticos y efectivos mas no teóricos o ilusorios”.

Esta frase coloca en su justa dimensión su carácter discursivo: su existencia en un tratado o un convenio internacional no garantiza su efectividad. Es esencial la intervención de los Estados para lograrla y transformar los derechos de la retórica diplomática a derechos exigibles en la esfera doméstica.

De ahí que la transición de la esfera internacional a la interna del Estado no es tan simple, ni tan inmediata, y no siempre alcanza un grado de estandarización a nivel mundial.

Por esa razón se ha reconocido la competencia de organismos internacionales y regionales para dar seguimiento al cumplimiento de los Estados en lo que se refiere a sus obligaciones respecto de los derechos humanos y para promover el desarrollo progresivo tanto de su contenido como de su alcance.

Justamente en esta evolución se produce la descentralización del sistema. De esta forma se reconoce a los derechos humanos como obligaciones erga omnes, donde las obligaciones internacionales no se le deben a un Estado en particular, como tradicionalmente acontece tras la suscripción de un tratado bilateral, sino a toda la comunidad internacional como parte de un todo, y, en consecuencia, se les reconoce a todos los Estados un interés legal para reclamar su protección.

Bajo esta óptica, promovida por la Corte Internacional de Justicia en su sentencia del caso Barcelona Traction (Bélgica vs. España, 1970), y posteriormente afinada por la misma Corte en el caso Obligación en investigar o extraditar (Bélgica vs. Senegal, 2012), se sostiene que cualquier Estado tiene personalidad jurídica para presentar una demanda ante una corte internacional por la violación de una obligación erga omnes partes, sin la necesidad de cumplir con los requisitos tradicionales que se exigen para ejercer la protección diplomática (esto es,agotamiento de recursos locales y vínculo de nacionalidad con la persona afectada).

Con esta distinción dual, las obligaciones erga omnes derivan del derecho consuetudinario, y las obligaciones erga omnes partes, de los convenios multilaterales. De esta manera, la legitimidad para presentar este último tipo de reclamaciones se ve institucionalizada en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, en sus artículos 13 y 14, cuando se reconoce la potestad de cualquier Estado parte para que le remita al fiscal una situación en la parezca haberse cometido uno o varios de los crímenes competencia de la Corte (esto es genocidio y crímenes de lesa humanidad, de guerra o de agresión). Esta hipótesis normativa fue perfeccionada por primera vez en 2018, cuando Argentina, Canadá, Colombia, Chile, Paraguay y Perú remitieron la situación de Venezuela a la Corte para que ésta investigara la probable comisión de crímenes internacionales en su territorio.

Asimismo, se puede presenciar cómo en el caso concerniente a la Aplicación de la Convención en contra del genocidio (Gambia vs. Myanmar, 2020) la Corte Internacional de Justicia nuevamente confirmó la existencia de un interés común de todos los Estados para exigir legalmente el cumplimiento de las obligaciones erga omnes partes e invocar la responsabilidad internacional del Estado que haya violado sus obligaciones de derecho internacional derivadas de un tratado multilateral que proteja los derechos básicos de las personas.

Un punto medular que es necesario resaltar aquí es el carácter volitivo que conlleva el reconocimiento de la competencia de los organismos internacionales y de los convenios internacionales en materia de derechos humanos. Esto significa que los Estados, en ejercicio de su propia soberanía e independencia, deciden vincularse libremente a esos organismos y reconocer las obligaciones que derivan de sus tratados. En otras palabras, fuera de la posibilidad de ser mal vistos internacionalmente por no suscribir este tipo de convenios, los Estados no son obligados a suscribir tratados ni a reconocer la jurisdicción ni la competencia de instancias internacionales.

Por esa razón, como ha afirmado la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la relación entre el derecho doméstico de los Estados miembros y la Convención Americana de Derechos Humanos es especial, ya que desde el momento en que los Estados la ratifican, todo su aparato gubernamental se encuentra sometido a la misma [véanse Almonacid Arellano y otros vs. Chile (2006) e Ibsen Cárdenas e Ibsen Peña vs. Bolivia (2010)], y, a la vez, reconoce la competencia de la jurisdicción internacional de la Corte Interamericana como coadyuvante y complementaria de la jurisdicción interna del Estado [véase Granier y otros (Radio Caracas Televisión vs. Venezuela, 2015)].

Es un error alegar que se violenta el principio de no intervención solamente porque un Estado extranjero se pronuncia sobre las violaciones de derechos humanos que acontecen en el territorio de un tercer Estado. De igual manera, es equivocado creer que para poder realizar este tipo de señalamientos el Estado extranjero tiene que mantener un expediente inmaculado de derechos humanos en su interior.

Práctica extraterritorial mexicana

Precisamente, partiendo de esta legitimidad, tenemos cómo en tiempos recientes el Estado mexicano ha asumido comportamientos de protección de los derechos humanos en el extranjero, los cuales —al mismo tiempo— han sido calificados por terceros Estados como acciones injerencistas. Basta recordar el otorgamiento de asilo diplomático tanto al ex presidente de Bolivia, Evo Morales, como al actual presidente de esa nación, Luis Arce, quienes tuvieron que resguardarse en la sede de la representación diplomática para evitar la persecución política que estaban sufriendo en el interior de su país. En este caso, el derecho internacional era claro. De conformidad con la resolución 2312 de la Asamblea General de las Naciones Unidas se reconocía que el otorgamiento de asilo “es un acto pacífico y humanitario y que, como tal, no puede ser considerado inamistoso por ningún otro Estado”, aun cuando esto significara obstaculizar la actuación de las autoridades nacionales bolivianas al proteger a Evo Morales y a su gabinete.

De igual forma, las acciones que el Estado mexicano ha emprendido en contra de Estados Unidos por considerar que no respeta los derechos de la diáspora mexicana han ido desde la simple asistencia consular y el inicio de litigio estratégico para invalidar leyes y políticas públicas de las autoridades locales estadounidenses, hasta implementar demandas frente a tribunales internacionales, como en el caso Avena, ante la Corte Internacional de Justicia, contra el gobierno de Estados Unidos por violentar el derecho humano a la notificación consular consagrado la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares.

Por esta razón la próxima vez que se crea que el principio de no intervención y la promoción del respeto a los derechos humanos son conceptos jurídicos opuestos, simplemente basta ver cómo los mismos coexisten perfectamente en la fracción X del artículo 89 constitucional.

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