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La conquista “notarial” de México

En estos días de agosto, cuando se conmemora el quinto centenario de la caída de Tenochtitlan, recordemos un capítulo olvidado de esos sucesos: aquel en que participaron activamente los “escribanos” —los notarios de hoy—, no sólo como soldados sino, sobre todo, como fedatarios de esos acontecimientos “maravillosos y nunca vistos” que tuvieron la oportunidad de presenciar y testimoniar al formar parte de la hueste de Hernán Cortés.


Sabido es que el capitán extremeño Hernán Cortés tenía conocimientos de derecho —había estudiado abogacía durante un par de años en la Universidad de Salamanca—, pero, sobre todo, su mayor aprendizaje fue práctico, pues al desertar de los estudios universitarios comenzó a trabajar como “amanuense” —pasante, diríamos ahora— en la escribanía de su pariente Francisco Núñez de Valera, primero en la misma urbe salmantina y después, cuando abrevó lo más importante de su aprendizaje jurídico y notarial, en Valladolid, donde su patrón se desempeñó como escribano del Consejo de Castilla. La estancia vallisoletana de Cortés es de suma importancia: aquí muchos de los asuntos que hubo de trasladar a las escrituras públicas eran aquellos que se referían a la formación de municipios y, sobre todo, sus disputas y controversias, consultando para resolverlos los derechos forales y las famosas “Siete Partidas”. Para Cortés, la práctica en la escribanía fue su verdadera escuela. Su experiencia en esta especialidad jurídica le permitiría, años después, convertirse en “escribano real” en Santiago de Cuba, lugar de donde, como es de todos conocido, zarparía para emprender la conquista del Anáhuac.

Las leyes de Castilla exigían que toda expedición que se concertara para descubrir, “pacificar” y colonizar tierra en el Nuevo Mundo llevara consigo al menos un escribano —de preferencia dos o más, porque era muy alta la probabilidad de que murieran—, así que, al iniciar su aventura, a Hernán Cortés, que además conocía de primera mano el valor de que los escribanos “diesen testimonio de todo”, tal como se los ordenó a ellos, lo acompañaban tres: uno era muy su amigo, escribano real como él mismo y su contertulio de parrandas: Pedro Gutiérrez de Valderramar. Los otros dos, que le fueron impuestos por Diego de Velázquez, el gobernador de Cuba, eran Diego Godoy y Jerónimo de Alanís. Cortés desconfiaba de ambos y los consideraba espías de Velázquez, con quien ya se había enemistado al rebelarse a su autoridad.

Las leyes de Castilla exigían que toda expedición que se concertara para descubrir, “pacificar” y colonizar tierra en el Nuevo Mundo llevara consigo al menos un escribano.

La primera escritura pública que se levantó en el territorio que hoy conocemos como México tuvo lugar el 13 de marzo de 1519, cerca del pueblo de Potonchán, en el actual estado de Tabasco, y fue consignada en el protocolo del escribano Pedro Gutiérrez de Valderramar. En ella se hizo constar cómo Hernán Cortés conminó a los naturales de ese lugar para que se sometieran pacíficamente, dando lectura —que les fue traducida al maya en voz de Jerónimo de Aguilar— al famoso “requerimiento” por el cual se les advertía que de no someterse voluntariamente lo serían por las armas. Cuando Cortés le indicó al escribano que cerrara el acta, Gutiérrez se atrevió a decirle: “No se le olvide a su merced tomar posesión de estas tierras en nombre de la Corona”. Cortés, apenado por su descuido, añadió la declaración conducente en el instrumento. Luego firmaron los dos.

Tres días después, ya derrotados los suyos, el cacique Tabascoob se presentó ante Cortés en Centla para rendirse y el capitán le ordenó al mismo Gutiérrez de Valderramar que diera fe del acto; sin embargo, el escribano se excusó: había sido herido en una mano en el combate, y, puesto que no podía escribir, hubo de suplirlo otro de los escribanos, Diego de Godoy, quien asentó en el acta no sólo la rendición sino el sometimiento y la declaración de que los vencidos se consideraban vasallos del rey de Castilla, a quien juraron lealtad; además, detalle curioso, allí mismo se documentó el obsequio que Tabascoob hizo a Cortés: veinte mujeres, entre las cuales se encontraba quien después sería conocida como doña Marina. Ésta fue la segunda escritura levantada en México.

La tercera de las escrituras públicas mexicanas es muy famosa: se refiere a la fundación del municipio de la Villa Rica de la Veracruz, hacia finales de mayo de ese mismo año de 1519. Para enojo de Cortés, el escribano que la levantó fue otra vez Diego de Godoy, porque su amigo Gutiérrez de Valderramar aún no recobraba la movilidad de la mano derecha. A Cortés no le agradaba Godoy, pero tuvo que recurrir de nuevo a él, pocos días después, en Cempoala, donde el cacique del lugar, que vio la oportunidad de aliarse a los españoles para sacudirse el yugo mexica, de inmediato se sometió, juró lealtad y ofreció su alianza, proporcionando hombres para engrosar el ejército conquistador. Cortés aceptó y nuevamente hizo constar el suceso en lo que sería nuestra cuarta escritura pública. Sin embargo, don Hernán siempre tuvo suspicacias sobre Godoy; tanto es así que no lo llevó en la expedición a México y lo dejó en Veracruz, junto con el otro escribano, Jerónimo de Alanís. Más tarde se confirmarían las sospechas de que Godoy era un truhán: Bernal Díaz del Castillo cuenta cómo se lió a cuchilladas con él, porque el escribano exigía que le diesen “una india para holgarse en ella”, además de que fue acusado de ser “muy entrometido porque se metía en todo y todo lo revolvía” y de que “se concertó con otros para obtener tierras, pues él debía firmar las cédulas de adjudicación”.

Para cumplir con las leyes, Cortés dispuso que lo acompañara en la expedición hacia Tenochtitlan un nuevo escribano: Pedro Hernández, escribano municipal designado por el cabildo de Veracruz y que antaño, allá en Cuba, había sido amanuense de don Hernán en su escribanía, por lo que era de todas sus confianzas. También lo acompañaba su amigo Pedro Gutiérrez de Valderramar, quien aun no se reponía de la herida en la mano y jamás se recuperaría: tenía las falanges de los dedos rotas y no soldaron correctamente, por lo que prefirió dedicarse a combatir. De esta manera, a Pedro Hernández le correspondió levantar la quinta escritura pública mexicana, en la que consta el tratado de amistad y alianza celebrado entre Hernán Cortés y los gobernantes de Tlaxcala, hacia septiembre de ese mismo año, y que le proporcionaría al conquistador español miles de indios aliados y, sobre todo, el apoyo efectivo y eficaz de los tlaxcaltecas, no sólo con hombres sino con bastimentos y demás necesidades de la guerra.

La sexta escritura pública se levantó en la propia Tenochtitlan, en el palacio de Axayácatl: en ella se hizo constar el sometimiento de Moctezuma. El tlatoani firmó con una cruz y aceptó ser vasallo del “gran señor de más allá de los mares”. Esto sucedió hacia finales de noviembre de 1519 y Cortés firmaría con su nombre en representación del rey de Castilla, dando fe de lo relatado el escribano Pedro Hernández. Este documento es fundamental, porque Hernán Cortés, conforme a sus conocimientos adquiridos en su práctica notarial, consideró que, jurídicamente, la Conquista ya estaba terminada con la voluntad de Moctezuma de aceptar el vasallaje. Por ello, cuando los españoles y sus aliados fueron arrojados de Tenochtitlan en la famosa “noche triste”, la mentalidad jurídico-medieval de Cortés, fraguada en su experiencia cuando redactó escrituras que resolvían los pleitos derivados de la guerra contra los moros allá en España, consideró a los mexicas como “vasallos rebeldes a la Corona”, conducta que merecía, como castigo, la guerra a muerte contra los sublevados y la destrucción de la ciudad rebelde. Por cierto, en esa noche del 30 de junio de 1520, mientras huían los españoles, cientos de ellos morirían ahogados en el lago por el peso que llevaban consigo: cargados de oro, les fue imposible sobrevivir. El escribano Pedro Hernández fue de los que pudieron salvar la vida; sin embargo, en la refriega perdió el protocolo y la posteridad se quedó sin poder apreciar las históricas escrituras asentadas en él.

Ya decidido a la “reconquista”, pues los tlaxcaltecas ratificaron su amistad y su alianza, Hernán Cortés inició la campaña militar que lo llevaría, avanzando en círculos concéntricos, a sitiar la ciudad de Tenochtitlan. Para ello, en un lugar que consideró muy a propósito para establecer una nueva población, fundó Segura de la Frontera, la actual Tepeaca en Puebla. Por supuesto, ordenó que se levantase el acta respectiva, hacia finales de octubre de 1520, la que fue redactada por el escribano Jerónimo de Alanís, quien fue llamado de Veracruz y al que se le ordenó quedarse allí. Ésta sería la séptima escritura levantada en territorio mexicano.

Luego de un largo y terrible sitio, caería Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521. Cortés, cuidadoso de las formas jurídicas y conforme a su cultura de la legalidad, de inmediato hizo constar el triunfo en una escritura pública, la octava en nuestra historia, levantada nuevamente ante la fe del escribano de su confianza, Pedro Hernández. En ella, en presencia del tlatoani Cuauhtémoc y de otros dirigentes mexicas sobrevivientes, Cortés argumentó su opinión de que los vencidos eran “vasallos rebeldes” y que, por lo tanto, las muertes ocasionadas y la destrucción de la ciudad habían sido culpa de ellos. En la misma diligencia Cortés ordenó el ajusticiamiento de 80 sacerdotes aztecas, acusados de haber sacrificado a prisioneros españoles en el Templo Mayor. Esta escritura, asentada en el protocolo de Pedro Hernández, se conserva en el Archivo General de Indias, en los legajos del juicio de residencia de Hernán Cortés.

En una apretada síntesis, éstas fueron las ocho escrituras públicas de la conquista de México, todas levantadas por orden directa de Hernán Cortés, quien en sus Cartas de relación frecuentemente hace saber que todo lo que hizo “lo asentó un escribano”, porque estaba convencido de la importancia y la utilidad de hacerlo, no sólo por obligación legal, sino para justificar su conducta y, de paso, para la historia. Su frase preferida para explicar su actuación era ésta: “Que pasasen ante escribano todos mis requerimientos”. Ya luego comenzaría la vida de la Nueva España, en la que los escribanos cumplieron también un papel estelar que bien valdría la pena contarse. Por lo pronto cerremos este episodio recordando los calificativos que en 1564 mereció otro escribano de la Ciudad de México, Miguel López de Legazpi, quien durante 20 años ejerciera el oficio y luego fuera el conquistador de las Filipinas. Sobre él se dijo que fue “un hidalgo reconocido, honrado, virtuoso, de buenas costumbres y ejemplo, de muy buen juicio, cuerdo y reportado hombre que ha dado siempre buena cuenta de las cosas que se le han encomendado”, elogio que constituye la mejor descripción de lo que debe ser un notario.

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