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Elocuencia forense

Este artículo, elaborado a partir de diversas entregas de su autor en El Universal, recuerda a Ignacio Manuel Altamirano, uno de los pioneros de la instrucción primaria gratuita, laica y obligatoria, y fundador de la Escuela Normal de Profesores de México, cuyo paso por la Escuela Nacional de Jurisprudencia fue, por decir lo menos, discreto. Se trata de una experiencia que quizá no sea del todo ajena para quienes ejercen la docencia en el mundo del derecho.


Luego de su reinstalación en 1867, la Escuela Nacional de Jurisprudencia poco a poco fue retomando su antiguo prestigio y se convirtió en el centro de formación de quienes marcarían los destinos del país en los años subsecuentes.

Al revisar las nóminas de aquellos tiempos, es impresionante destacar la cantidad de nombres que hoy figuran en cualquier diccionario biográfico de historia patria. Es tal su influjo, que abundan las remembranzas de aquellos que transitaron por la actual Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Narra José Luis Requena, en tono idílico, que “todo el cuerpo docente […] servía en realidad ad honorem, puesto que la remuneración oficial era insignificante y frecuentemente la donaban para obras útiles o caritativas”. Y agrega: “En el profesorado de aquella época figuraban elementos de alta sabiduría y brillante práctica jurídica; pero como en toda la humanidad, aparecían también caracteres y peculiaridades sui generis. Los alumnos sabían adaptarse, no sin esfuerzos”. 1

Uno de los contados próceres que no conservaría gratos recuerdos de su breve paso magisterial ahí fue el escritor Ignacio Manuel Altamirano. Así, es raro encontrar en su obra mayor referencia a las instalaciones ubicadas, en ese tiempo, en la calle de la Encarnación, al lado de la iglesia del mismo nombre y que había sido, antes de la desamortización, un convento de monjas. La antipatía fue recíproca, ya que el autor de El Zarco tampoco es recordado como uno de los grandes maestros de jurisprudencia.

Para el año lectivo de 1880 se decidió incluir en el plan de estudios, que era de seis años, la cátedra de elocuencia y bellas literaturas, a impartirse en los dos últimos años lectivos. Al año siguiente se le dio el carácter de obligatoria, lo que de inmediato trajo el descontento de los estudiantes, porque la consideraban inútil, haría más pesada la carga académica y propiciaría una mayor dilación en su titulación.

En ese momento era director José María del Castillo Velasco, constituyente en 1857, reconocido por su bondad, su “gran solidez de pensamiento y su vida perfectamente organizada”. No obstante, en este tema, su postura se mantuvo inflexible. 2

Otro punto que suscitó debate fueron las calidades del titular, “deseando los alumnos de ésta que sea desempeñada por un abogado competente y cuyos conocimientos sean una garantía para el progreso de la oratoria”, por lo que dirigieron “una excitativa a los señores licenciados Juan A. Mateos, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel María de Zamacona, Justo Sierra, Genaro Raigosa y Manuel Vázquez, invitándoles para que se presenten en la referida oposición”. 3

De todos los concursantes Ignacio Manuel Altamirano, que tenía experiencia pues ya había impartido una clase similar para los bachilleres, resultó vencedor. Las clases iniciaron el 8 de febrero de 1880, los martes y los jueves de cada semana, de cinco a seis de la tarde. 4

La prensa lo saludó: “El señor Altamirano se encontrará más a sus anchas entre jóvenes ya formados y podrá desplegar mejor las dotes intelectuales que todos le conocemos […] Todos percibirán la importancia de la elocuencia: pero nadie puede, como los abogados, apreciar su urgente necesidad”. 5

La expectativa que generó fue enorme. Así, en el aula era posible encontrar “diputados, escritores, magistrados de la Suprema Corte de Justicia y jóvenes aficionados que no pertenecen a la escuela”. 6 Sin embargo, pronto surgirían los contratiempos. Los discípulos del guerrerense se quejaban de que “el salón en que se da la clase no nos parece apropiado, porque teniendo los alumnos que amaestrarse en los ejercicios de la elocuencia, faltan en dicho local las tribunas necesarias para el efecto”. 7

Una de las primeras acciones de Ignacio Manuel Altamirano fue inculcar las bondades de la materia: “Dentro de algún tiempo, la tribuna de México no se verá tan abandonada como lo ha estado por espacio de muchos años, ni se escucharán en los estrados los discursos soporíferos que están obligados los magistrados a soportar hoy”. 8

A pesar de la elocuencia del nuevo profesor, pronto sus pupilos descubrieron que su carácter no era tan afable como suponían y que de vez en cuando su temperamento era dominado por “las cóleras blancas” que mostraban la fuerza de sus emociones. Sumado a esto, poco a poco se fue revelando que “tenía las mejores intenciones por hacer de nosotros unos Demóstenes, pero su método de enseñanza no era el más adecuado y además se prestaba mucho a la caricatura y al ridículo, lado por donde lo tomamos desde el primer día”. 9

Un asunto trivial alimentó el descontento contra él. Acostumbrado el guerrerense a ejercer la crítica, no pudo dejar de emitir su opinión sobre un nuevo y severo reglamento de conducta escolar que impulsaba el secretario de Justicia, Ignacio Mariscal: “Esta dureza de lenguaje es disculpable si se toma en consideración el sentimiento de dignidad ofendida de que deben estar poseídos esos jóvenes, así como los que componen las escuelas, por las nuevas prevenciones reglamentarias que ciertamente no fueron bien inspiradas, ni menos meditadas”. 10

Su desacuerdo le trajo la antipatía de la dirección y pronto se esparció el rumor de que el título de abogado que obtuvo en el extinto Colegio de San Juan de Letrán no lo calificaba para dar clases en la prestigiosa institución. Entre los pasillos se murmuraba que era un “licenciado de decreto”. Un impreso da cuenta de su controvertida participación en una prueba final:

“Con profunda pena ponemos en conocimiento de los miembros de esta escuela los desagradables incidentes ocurridos en el examen de un estudiante de cuarto año, verificado en la tarde del día 18 del presente.

”Citados como sinodales los profesores licenciados Pankhurst y Ignacio Manuel Altamirano, procedieron a examinar al candidato […].

”El señor Altamirano, que no quedó conforme con las definiciones de municipio y ayuntamiento dadas por el sinodado, y comenzó a examinar, deprimiendo al alumno de un modo despreciativo. Siguió la réplica de este erudito […] quien, extendiendo su pensamiento sobre toda la superficie del planeta, quiso que el alumno le hablase de la organización municipal de la Grecia, la Turquía, la Rusia y demás repúblicas del Mediterráneo. (Textual.)

”El alumno, por mucho que se desee, no puede ser un sabio, y no contestó a semejante pregunta, lo que originó que ese señor licenciado, que seguramente tampoco habría contestado, le exigiera una respuesta perentoria, es decir, exacta, precisa, neta, categóricamente (también textual), no para conocer su saber, sino para tantearlo (igualmente textual); palabras que, en boca del profesor de bella literatura, suscitaron la hilaridad del auditorio.

”La indignación producida por la descortesía de los dos profesores mencionados puede imaginarse por toda persona decente. Denunciamos los hechos expuestos, que desearíamos por honra del profesorado no tuvieran repetición, y que manifiesta la incompetencia de los aludidos para los puestos que ocupan”. 11

A pesar de que, en el balance del año anterior, Ignacio Manuel Altamirano no había logrado interesar mayormente a los pasantes de derecho inscritos en su curso de elocuencia y bellas literaturas, enfrentó su segundo año como docente en la Escuela Nacional de Jurisprudencia con renovados bríos. El maestro estaba convencido de que “el abogado de nuestros tiempos es cierto que sale de las aulas sabiendo algo más que recitar frases latinas […] algo más que hacer sorites y epiqueremas insustanciales puesto que lleva su inteligencia enriquecida con algunas nociones de filosofía del derecho, de economía política, de derecho internacional, de legislación comparada y hasta de medicina legal, pero también es cierto que sale ignorando por completo las más triviales reglas del bien decir y que en la mejor ocasión pierde un litigio tan sólo porque no supo presentar los argumentos revestidos con todos los seductores atavíos de una dicción fácil y elegante o tan sólo porque su falta de hábito de hablar en público le hizo dejar sin réplica un sofisma de su contrario”. 12

Sin embargo, la decisión de volver obligatoria la disciplina hizo que la malquerencia que le tenían los miembros de la comunidad escolar se exacerbara y provocó que cada nueva iniciativa de Ignacio Manuel Altamirano fuera censurada. Así, unos alumnos lo denunciaron por “su intención de cambiar las mejores y más raras obras, tanto de historia como de literatura, que poseemos en la biblioteca, por otras de derecho, que es fácil adquirir en todas las librerías”. 13 Ante lo infamante acusación, respondió:

“En efecto, examinando por primera vez la Biblioteca de la Escuela de Jurisprudencia, manifesté mi intención de proponer a quien correspondía el cambio de cinco obras, no de muchas, que allí vi, y que no parecen necesarias en una biblioteca especial de derecho, por otras que sí lo eran, que allí no existen, y tienen mayor valor real y estimativo.

”Esas obras no eran para mí, que no las necesito, ni hago comercio de libros, sino para la Sociedad de Geografía y Estadística, de la que soy presidente, y cuya excelente biblioteca está formándose […].

”Ni yo tuve nunca la siniestra intención de despojar de sus joyas a una biblioteca que las tiene en tan poco número, a pesar de que, según se dice, posee diez mil volúmenes en total desarreglo. Por otra parte, si yo me atreví a pensar que el cambio que proyectaba no era atentatorio, fue porque supe, y es lo cierto, que en los años pasados se han hecho tales cambios de obras de historia antigua de México por obras de derecho, y esto, con permiso de los directores de la escuela, que, en mi concepto, procedieron con discreción.

”Porque, efectivamente, lo natural es pensar que en una biblioteca de jurisprudencia están mejor colocados los libros de derecho, que los Viajes del capitán Cook en el Polo Sur o la obra esencialmente de historia natural como la Historia plantarum de Hernández o las tradiciones monásticas como las que contiene la España sagrada.

”Pero la carta de los alumnos nos convenció de lo contrario y vemos que ciertamente las observaciones sobre el mar glacial y la descripción del chayote y del cacahuate, de Hernández, son muy a propósito para ilustrar los artículos del Código Civil.

”En cuanto a lo que dicen los alumnos sobre la pérdida de manuscritos y de obras de gran valía que han sufrido nuestras bibliotecas, de los saqueos que éstas han sufrido y de las colecciones que han formado cuatro o cinco especuladores, creo firmemente que no me alcanza. Yo no he puesto jamás los pies, ni una vez sola, en las bibliotecas públicas, con excepción de la visita que he hecho a la de Jurisprudencia. Los directores de esas bibliotecas pueden atestiguarlo. Jamás he adquirido manuscritos, ni obras de valía. Las pocas obras que poseo han sido compradas con dinero y a libreros acreditados. No he formado jamás una sola colección de nada”. 14

En 1882 los alumnos se envalentonaron y protestaron con mayor dureza contra el maestro y su cátedra. El primero que se atrevió a traspasar el límite del respeto fue el hijo del presidente Manuel González “que, por motivos de resentimiento, cometió un acto vituperable que Ignacio Manuel Altamirano dejó pasar en silencio: estando éste en su clase, González se llegó al dintel de la puerta y dijo en alta voz, señalándolo: ‘Muchachos: he ahí al hombre de Darwin’, aludiendo a la fealdad proverbial de don Ignacio y a su puro tipo indígena”. 15

Ignacio Manuel Altamirano no cedió y continuó intentando interesar a los jóvenes en las lides de la oratoria, pero éstos ya no estaban dispuestos a transigir: “Viendo que ni por dejar de concurrir nosotros a la cátedra de elocuencia, ni por el hecho que acabo de narrar, ni por medios pacíficos conseguíamos que la clase se suprimiera, y habiéndonos querido obligar a asistir a ella de un modo formal, nos amotinamos en la presencia de Altamirano que abandonó la escuela en medio de la espantosa gritería y confusión, y algunos naranjazos. Pocos días después renunció al cargo de catedrático o pidió una licencia ilimitada”. 16

Estos hechos ocurrieron el 3 de junio de 1882. 17 Aunque Altamirano siguió apareciendo en las listas de profesores, no regresó a impartir clases. El 19 de enero de 1884 se informó: “Antier principió el señor licenciado Jacinto Pallares en la cátedra de elocuencia forense en los alumnos del sexto año de la Escuela de Jurisprudencia. En nuestro concepto, el señor Pallares es apto para el desempeño de la cátedra mencionada; y sin poseer las cualidades oratorias de su antecesor, el señor Altamirano, tiene un conocimiento profundo de los preceptos del ramo que enseña”. 18

Ninguna placa recuerda el paso de Ignacio Manuel Altamirano por la Facultad de Derecho. Por otro lado, desde su muerte en 1904 hasta la fecha, el Aula Magna de dicha institución lleva el nombre de Jacinto Pallares.

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  1. José Luis Requena, “Recuerdo de la Escuela Nacional de Jurisprudencia”, Revista de la Escuela de Jurisprudencia, México, UNAM, t. I, núm. 2, marzo-mayo de 1939, pp. 127 a 134.[]
  2. Ángel Gilberto Adame, Antología de académicos de la Facultad de Derecho, México, Porrúa, 2014, p. 199.[]
  3. “Excitativa”, El Tiempo, 29 de septiembre de 1883, p. 3.[]
  4. “Elocuencia y filosofía”, La Tribuna, 30 de enero de 1880, p. 3.[]
  5. “La cátedra de historia de la filosofía”, La Libertad, 18 de febrero de 1879, p. 3.[]
  6. “La cátedra de elocuencia”, La República. Periódico Político y Literario, 19 de febrero de 1881, p. 3.[]
  7. “La cátedra de elocuencia”, Diario del Hogar, 17 de enero de 1884, p. 3.[]
  8. “Clase de elocuencia en la Escuela de Derecho”, La República. Periódico Político y Literario, 20 de febrero de 1881, p. 1.[]
  9. Alejandro Villaseñor y Villaseñor, Guillermo: memorias de un estudiante, México, Tipografía El Tiempo, 1897, p. 224.[]
  10. “Correo”, La República. Periódico Político y Literario, 6 de enero de 1881, p. 1.[]
  11. “Ordinario examen”, El Monitor Republicano, 28 de mayo de 1882, p. 3.[]
  12. Ignacio M. Altamirano, Necesidad de la elocuencia en el foro. Lecturas guerrerenses, núm. 2, Chilpancingo, Fundación Académica Guerrerense, A. C., noviembre-diciembre de 1995, p. 23.[]
  13. “Correspondencia”, El Nacional. Periódico de Literatura, Ciencias, Artes, Industria, Agricultura, Minería y Comercio, 28 de julio de 1881, p. 1.[]
  14. Ignacio Manuel Altamirano, “Falsa alarma”, La República. Periódico Político y Literario, 29 de julio de 1881, p. 2.[]
  15. Alejandro Villaseñor y Villaseñor, op. cit., p. 225.[]
  16. Idem.[]
  17. Ezequiel A. Chávez, “Altamirano inédito”, Homenaje a Ignacio M. Altamirano, México, UNAM, 1935, p. 101.[]
  18. “Inauguración”, El Monitor Republicano, 19 de enero de 1884, p. 3.[]

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