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La falta de integración del sistema normativo alternativo conocido como “policía comunitaria”

Ulises Flores Sánchez expone el papel omisivo del Estado mexicano como garante de derechos humanos ante los constantes ataques a los derechos de la sociedad guerrerense generados por las frecuentes extorsiones, despojos y bloqueos causados a las calles y a las vías generales de comunicación por parte de la “policía comunitaria” o “policía de barrio”, específicamente la que pertenece a la llamada Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, Movimiento por el Desarrollo y la Paz Social (UPOEG), liderada por el señor Bruno Plácido Valerio.


Soy consciente de que el tema puesto a consideración del amable lector a simple vista está sujeto a una serie de suspicacias y recelos que seguramente causarán muchas opiniones y cuestionamientos a favor o en contra. Sin embargo, precisamente esa es la finalidad del presente artículo, que consiste en apuntar algunas notas hilvanadas sobre el papel omisivo del Estado mexicano —en sus respectivos órdenes de gobierno— como garante tanto de los derechos humanos contenidos en los tratados como de los derechos fundamentales previstos en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos —y los correspondientes en cada una de las constituciones locales— ante los constantes ataques a los derechos de la sociedad guerrerense generados por las frecuentes extorsiones, despojos y bloqueos causados a las calles y a las vías generales de comunicación por parte del sistema normativo alternativo conocido como “policía comunitaria”, o “policía de barrio”, específicamente la que pertenece a la llamada Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, Movimiento por el Desarrollo y la Paz Social (UPOEG), liderada por el señor Bruno Plácido Valerio.

Sin detenerme en consideraciones teóricas respecto de la conceptualización de esa realidad jurídico-político-social denominada Estado, sólo basta con recordar muy someramente que en la actualidad lo que conocemos como Estado moderno es un Estado nacional caracterizado por la soberanía que ha sido resultado de un largo proceso de formación articulado en gran parte por la guerra, utilizada como instrumento para lograr el dominio de un territorio con exclusión de los poderes externos para conseguir la sumisión de los enemigos internos a los cuales se les priva del uso de la fuerza.

Esas formas de exclusión, interna y externa, se encaminan a la concentración del poder en una sola autoridad para obtener el monopolio del uso de la fuerza y de los recursos económicos. Esos monopolios actúan de manera recíproca como medio y fin: uno garantiza al otro en la lógica de la guerra. En ese sentido, se erige un orden jurídico mediante el cual se establecen las condiciones bajo las que se puede ejercer la coacción de manera autorizada y se designan las personas que pueden llevarla a cabo. Esta forma de institucionalización supone la protección de las personas sometidas al orden jurídico vigente contra el uso de la fuerza por parte de otras personas. Cuando esta protección válidamente alcanza cierto grado, puede hablarse de que existe seguridad colectiva, la cual tiene como objetivo la pacificación como proyecto político continuo.

Desde el punto de vista jurídico, el Estado es una ficción que adquiere realidad por mandato del Derecho; de ahí que el Estado sea la personificación del orden jurídico, ya que éste lo fundamenta como un centro ideal, no real, de imputación de todas las obligaciones y todas las facultades, en virtud de que constituye un orden personificado con independencia del Derecho positivo, es decir, la unidad lógica de todo Derecho posible.

En ese contexto, la doctrina generalizada considera que el Estado tiene fines o una causa final que se denomina “bien común”, el cual puede exigir la satisfacción de una serie de necesidades que han sido elevadas al rango de públicas, y al Estado le corresponde, de manera general, por medio de sus funciones (legislativa, ejecutiva y judicial), implementar todos los medios necesarios para alcanzar la satisfacción de ese objetivo primordial por el hecho de ser inherentes a su soberanía.

Así entonces, entre los fines esenciales, superiores, primarios o jurídicos que debe cumplir de manera invariable e imperativamente el Estado1 se encuentra el de otorgar a la ciudadanía seguridad pública para el mantenimiento del orden en la sociedad —siempre dentro de los límites que expresamente le marca la ley— previniendo y sancionando conductas delictuosas.

En ese sentido, la seguridad es considerada un bien público, un derecho individual y colectivo cuya responsabilidad recae única y exclusivamente en el Estado, ya que el surgimiento de éste obedeció a un pacto con la sociedad, cuyo principal objetivo fue otorgar seguridad para salvaguardar el orden y cumplir con sus atribuciones y con sus cometidos básicos; entre otros, garantizar la seguridad de los ciudadanos y su propiedad privada, preservar el respeto a los derechos humanos y fundamentales, así como regular a las fuerzas de seguridad pública para que cumplan con su cometido.

Pues bien, como es de todos conocido, desde el comienzo de la administración del presidente Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, en 2006, y su grandiosa estrategia contra el narcotráfico, que lejos de reducir la violencia devino en un incremento en el número de muertes dolosas relacionadas con la delincuencia organizada, hecho que no cambió durante la administración del presidente Enrique Peña Nieto, y que, lejos de disminuir, desde el inicio de la administración del presidente Andrés Manuel López Obrador, en diciembre de 2018, el número de ejecuciones es dos y casi tres veces mayor al de sus dos antecesores en lo que va del tercer año y ocho meses de su sexenio, que culminará en 2024,2 es inconcusa la notable incapacidad del Estado para garantizar la seguridad pública a los ciudadanos, el crecimiento del crimen organizado, la extorsión y el secuestro, como principales hechos considerados como delitos por la ley.

A pesar de lo paradójico que resulta el actual despliegue de la fuerza operativa del Estado a nivel federal, la cual supera los 219,000 elementos —de los cuales la recién y controvertida Guardia Nacional tiene cerca de 100,000, el 60 por ciento más que el máximo que tuvo la extinta Policía Federal, a los que se suman los integrantes de la Secretaría de la Defensa Nacional y de la Secretaría de Marina Armada de México—, son muchos los muertos que ha producido la negligencia y la excesiva actitud tolerante de las autoridades en su evidente fallida estrategia política de seguridad pública, auspiciada en el presente sexenio bajo el esquema de “abrazos, no balazos”, de acuerdo con la consigna del Ejecutivo federal de no hacer frente al crimen organizado, prefiriendo que las fuerzas de seguridad, en específico las armadas, se dediquen de tiempo completo a la logística de la distribución de las vacunas contra el Covid-19, así como a llevar a cabo tareas propias de la construcción ajenas a las establecidas en la Constitución y en las leyes secundarias, como la edificación de las consideradas “magnas” obras públicas sexenales —Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, Tren Maya, Bancos de Bienestar, Refinería Dos Bocas, Veracruz, entre otras—, lo cual ha generado en todo el país una erosión de la violencia crónica en los niveles de criminalidad por parte de la depredadora delincuencia organizada, en complicidad con la corrupción y la impunidad del Estado mexicano y sus instituciones que hasta la fecha no ha desaparecido, ni siquiera disminuido, como tanto se asegura.

Ante ese escenario “catastrófico” algunos habitantes de diversos municipios de los estados de Guerrero, Michoacán, Oaxaca y Chiapas han asumido desde 2011 —su presencia comenzó a hacerse más notoria hasta 2013— la responsabilidad y la función que corresponde a las autoridades pertenecientes al sistema normativo del Estado mexicano de proporcionar el servicio de seguridad pública mediante las instituciones encargadas para ese efecto, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 21, párrafo primero, y noveno al décimo tercero, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

En otras palabras, ante la monumental debilidad, omisión, pachorrudez, irresponsabilidad y demás linduras afines por parte de las autoridades para cumplir con su función pública, cierta parte de la población que habita en los municipios de los mencionados estados del sur afectados por la delincuencia ha decidido sustituir la función y el deber-obligación del gobernante de proporcionar seguridad pública y paz social formando con ello una organización política llamada “policía comunitaria”, regulada por un sistema normativo alternativo encargado de la defensa de sus derechos, que parece decir: “A ver, Estado mexicano, hazte a un lado; quítate porque como eres un inepto y no puedes apagar ni controlar el fuego social, yo sociedad ocuparé tu lugar para defenderme”. Y ante esa situación excepcional —que en el ámbito del Derecho penal podría ser una especie de estado de necesidad— desaparece el derecho fundamental de prohibición de autotutela consagrado en el primer párrafo del artículo 17 constitucional.

El nuevo sistema normativo alternativo al que pertenece la “policía comunitaria”, también conocida como “policía de proximidad o de barrio”, fue jurídicamente reconocido, lo mismo que la legalidad de la efectividad de sus normas, por el Estado mexicano, a partir de 2002, con la reforma al artículo 2º de la Constitución, al establecer expresamente en el párrafo tercero que las comunidades indígenas se encuentran autorizadas para usar sus propios sistemas normativos de usos y costumbres, siempre y cuando actúen en los límites de lo establecido por la propia Constitución, esto es, sin violar los derechos humanos y fundamentales. De ahí que ese orden normativo alterno, al contar con un ámbito personal de validez, es ampliamente efectivo en el seno de un espacio geográfico específico, es decir, es tan legal como el sistema normativo que conforma la totalidad del Estado mexicano.

La “policía comunitaria” es una organización judicial muy compleja que va más allá de una policía preventiva, pues se funda en la construcción de los órdenes normativos alternos que se autodenominan comunidades con la finalidad de establecer ciertas normas de control social. En otras palabras, la “policía comunitaria” es una verdadera organización política perteneciente a un sistema normativo alterno —Derecho indígena—, basado en los usos y costumbres, que tiene por objeto ejercer el poder de policía dentro de un territorio determinado y dirigido a una población específica. En ese sentido, esa policía, al pertenecer a un nuevo orden, o sistema normativo, que converge con el que conocemos como “Derecho mexicano”, dispone de diversas normas fundantes, o de reconocimiento, las cuales pretenden garantizar validez a las mismas personas y al mismo territorio. Es decir, se trata de un sistema normativo distinto, pero con los mismos ámbitos de validez personal y territorial que los del Estado.

En ese orden de ideas, con la aparición de la “policía comunitaria o de barrio” la noción de seguridad pública se ha ido transformando hacia la llamada “seguridad ciudadana”, con el objeto de responder a las cada vez más complejas necesidades sociales para poder enfrentar todo tipo de amenazas.3

Ahora bien, en el caso del estado de Guerrero, uno de los territorios más castigados del país debido al deterioro imparable del Estado mexicano, diversos pueblos se han visto obligados a vivir en medio del fuego cruzado de los cárteles que controlan las tierras y sus vidas. Lo anterior trajo como resultado la autodefensa de los pobladores del municipio de Ayutla de los Libres, ubicado en la Costa Chica, con la aparición pública, en enero de 2013, de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, Movimiento por el Desarrollo y la Paz Social (UPOEG), encabezado por el comerciante Bruno Plácido Valerio, quien es parte de la generación de dirigentes indígenas que en la década de 1990 dieron vida al proyecto de seguridad y justicia denominado Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), en la comunidad de Linda Vista, municipio de San Luis Acatlán, la cual, mediante el establecimiento de una asamblea comunal, comenzó a gestar la creación de la “policía comunitaria”, justificada por los altos índices delictivos que se cometían en el corredor que va hacia la región de la Montaña, debido al abandono institucional del Estado.

La policía comunitaria de la CRAC fue creada como un órgano auxiliar en materia de seguridad pública de los pueblos, que detenía infractores y los canalizaba a las agencias de los ministerios públicos o a las direcciones de Seguridad Pública municipales. Sin embargo, por la vía del soborno o del arreglo por afinidad los delincuentes eran liberados y regresaban a los pueblos a cobrar venganza.

Tras varios años de discusión surgió la UPOEG con el objeto de gestionar proyectos productivos para las comunidades indígenas de la Costa Chica, la Montaña, y algunos de las regiones Centro y Norte del estado. Posteriormente, debido a que muchos recursos que debían llegar a los beneficiarios de las gestiones se quedaban en manos de los grupos del crimen organizado que durante el sexenio de Felipe Calderón llegaron prácticamente a todas las comunidades, el dirigente de la UPOEG comenzó a diseñar un sistema de defensa en los pueblos, conformado por más de 5,000 hombres armados en diferentes puntos de la entidad, que llevaban a cabo trabajos de prevención del delito: investigaban, detenían y sancionaban, saliéndose a todas luces sus actividades del marco constitucional, toda vez que se concentraban las facultades de los tres poderes públicos en una sola figura, violando de manera constante los derechos humanos.

Si bien es cierto que el camino de la autodefensa armada por parte de la UPOEG, cuyo centro de operaciones se encuentra en Ayutla, se tomó debido a la falta de seguridad pública que el Estado tiene la obligación de proporcionar y que, por eso, su policía comunitaria se ha extendido hacia Tecoanapa, Copala, Cruz Grande, Marquelia, Azoyú, San Marcos, Juan R. Escudero, Chilpancingo y la zona rural de Acapulco, eso no justifica que no quieran ni permitan que sus actividades se encuentren reguladas en algún reglamento interno y que los integrantes de su policía ciudadana no siempre sean nombrados en asamblea legal, legítimamente constituida, con la presencia de la mitad más uno de todos los integrantes de la comunidad a la que pertenezcan, lo cual ha abierto las puertas a la infiltración del crimen organizado.

Debido a la falta de regulación legal de los integrantes de la policía comunitaria de la UPOEG y como consecuencia de la infiltración de la misma por parte de la delincuencia organizada, que es la que realmente la controla —al menos en Acapulco por el grupo de Los Rusos, según el actual vicefiscal de investigación de la Fiscalía General del Estado y de acuerdo con declaraciones del subsecretario de Seguridad Pública del gobierno federal—, hasta el momento esos policías no intentan, o han dejado de intentar, ser reconocidos por las autoridades, lo que evidencia una clara desobediencia a la Constitución mexicana, lo cual propicia que no pueda haber una integración normativa entre el sistema jurídico mexicano y el nuevo sistema normativo alterno de Derecho indígena reconocido en el artículo 2º constitucional.

La falta de integración entre ambos sistemas normativos ha provocado que los integrantes de la UPOEG operen conjuntamente con el crimen organizado, con una gran impunidad, llevando a cabo actos de extorsión, secuestro, robos y constantes bloqueos a las calles y a las vías generales de comunicación, en franca violación del derecho humano a la libertad de tránsito, consagrado en el artículo 11 constitucional, afectando las actividades cotidianas de la sociedad, con el pretexto de que están haciendo uso de su diverso derecho humano a la libertad de expresión y manifestación. El derecho humano colectivo o general a la libertad de tránsito siempre estará por encima del derecho humano individual de un grupo de personas que persiguen un interés personal afectando el interés común y alterando el orden público de la sociedad.

Los hechos han sido los siguientes: las autoridades del Estado mexicano no obedecen el artículo 2º constitucional y la policía comunitaria de la UPOEG no reconoce la validez de ese artículo. En pocas palabras, a la fecha el artículo 2º y todos los demás que fueron reformados en 2002 nunca han tenido un mínimo de efectividad y, en consecuencia, según la mejor teoría, el actuar de esa organización resulta contrario al marco constitucional y legal del Derecho positivo mexicano. En ese sentido, lo que debe buscarse es que el Estado lleve a cabo las gestiones y las acciones necesarias para integrar al sistema normativo mexicano la figura de las “policías comunitarias o de barrio”, para que sus usos y costumbres no transgredan los derechos humanos contenidos en los tratados y los derechos fundamentales previstos en la Constitución.

La integración del sistema normativo mexicano y el nuevo sistema normativo alterno implicará agudos problemas de interpretación jurídica, toda vez que los integrantes que conforman la UPOEG han establecido normas que obligan a incurrir en ciertas conductas que están prohibidas en otros sectores del sistema normativo del Estado mexicano. Sin embargo, no es un problema insuperable y todo es cuestión de aplicar una buena teoría jurídica que se encargue de resolver esas contradicciones normativas.

La “policía comunitaria” es una organización judicial muy compleja que va más allá de una policía preventiva, pues se funda en la construcción de los órdenes normativos alternos que se autodenominan comunidades con la finalidad de establecer ciertas normas de control social.

Es necesario que el Estado mexicano recupere pronto la soberanía interna que perdió. Y para eso es preciso que las autoridades —no los ciudadanos disfrazados de autoridades— retomen sus funciones por la vía del Derecho y el poder establecidos, sentando de nueva cuenta sus reales en todo el país en los lugares en los que ambas cosas se han perdido.

Nadie duda de lo importante que es tener un “orden” y de las diversas instituciones y organizaciones que deriven de aquél, siempre y cuando ese orden sea producto de un “consenso nacional”, puesto que no debemos olvidar que tenemos un país pluricultural, cada uno de cuyos elementos posee rasgos diferentes pero tienen un fin común, que es “vivir en convivencia”, conforme a los lineamientos legales vigentes de nuestra época. Sólo así se podrá asegurar el desarrollo de nuestro país.

No hay atajos que valgan; nadie dice que será fácil, pero no hay otra alternativa más que imponer el orden jurídico hasta sus últimas consecuencias. Nadie duda tampoco de que eso será imposible sin el apoyo del gobierno federal, que es el único que cuenta con el aparato de inteligencia y la fuerza policiaca suficientes para pacificar ese bello estado de la República.

La batalla por Guerrero es una batalla de la razón jurídica contra la fuerza bruta. Es decir, de la civilización contra la barbarie. Ojalá salgamos bien librados de ella.

  1. Vid. José Roberto Dromi, Instituciones de Derecho administrativo, Buenos Aires, Editorial Astrea de Alfredo y Ricardo Depalma, 1989, p. 21.[]
  2. Según datos obtenidos por la consultora TResearch, el número total de homicidios durante el gobierno de Felipe Calderón ascendió a 30,572. Por su parte, en el periodo de Enrique Peña se registró un incremento de 42,489 defunciones violentas. Respecto de las cifras obtenidas de homicidios violentos desde que el presidente Andrés Manuel López Obrador asumió el cargo como primer mandatario del país, en 2018, hasta julio de 2022, la cantidad de asesinatos ascendió a 126,230, lo cual indica que en el actual sexenio el promedio de muertes es aproximadamente de 95 por cada 100,000 habitantes.[]
  3. Debo aclarar que el concepto de seguridad ciudadana apenas se encuentra en construcción, ya que algunos autores como Carrión, Ponton Dammert lo utilizan de manera indistinta, relacionándolo con otros como seguridad humana y seguridad democrática; sin embargo, la mayoría coincide en cuanto al respeto de los derechos fundamentales y la inclusión de los ciudadanos en las labores de prevención. Los problemas de seguridad ciudadana, refiere la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se deben a la “generalización de una situación en la cual el Estado no cumple, total o parcialmente, con su función de brindar protección ante el crimen y la violencia social, lo que significa una grave interrupción de la relación básica entre gobernantes y gobernados”.[]

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