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¿La historia se repite?

José Manuel Villalpando destaca la noción de que «la historia no se repite», explorando cómo los eventos históricos pueden iluminar decisiones políticas actuales y evitar errores pasados.


Es muy común que los historiadores aclaren a diestra y siniestra que la historia no se repite. Sin embargo, no todos los intelectuales han pensado así. Hegel afirmaba que los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen dos veces, y Marx, quien compartía esta afirmación, sostenía a su vez que cuando la historia se repite, la primera vez es una tragedia, y la segunda, una farsa. La historia tampoco es profecía, aunque Heine, otro pensador también alemán, decía que el historiador es un profeta que mira hacia atrás.

Lo cierto es que la historia es muy útil para no repetir los errores del pasado, por lo que es obligatorio aprender de ella sus severas lecciones; de aquí su importancia, no como materia escolar, sino como forma cotidiana y vital del pensamiento que debe regir la mente del político y el gobernante.

Si a la historia no se le da un sentido de contemporaneidad, no serviría más que para la rememoración del pasado, a veces de manera inútil —fechas y más fechas—, a veces por erudición presuntuosa, y las más, lamentablemente tergiversada, como propaganda política. La historia debería ser una herramienta más en los ejercicios de análisis de toda actividad humana. Como cualquiera de las otras ciencias sociales, por ejemplo la economía o la sociología, la historia tiene mucho que aportar en la resolución de los problemas del presente. No basta con que se le llame “la maestra de la vida”, aunque no se le haga caso, ni tampoco su fin puede ser únicamente fortalecer “la identidad nacional”, porque ya vimos cómo se las gasta la “historia oficial”, sobre todo ahora en que es “explicada” todas las mañanas. No, la historia tiene una utilidad eminentemente práctica para comprender el presente y enfrentar con éxito el futuro. Esta idea proviene de Tucídides, quien sostenía que su historia sobre las guerras del Peloponeso podría servir cuando se presentaran situaciones que “de maneras muy similares se repetirán en el futuro”.

Donde más utilidad pudiera tener el uso de la historia es precisamente en la política y en el gobierno de un país. Cada problema, cada dificultad, cada trastorno social, cada evento trascendente debería contar en su diagnóstico, análisis y solución, con historiadores verdaderamente conocedores que aportaran un punto de vista adicional a las diversas propuestas, las que normalmente se constriñen a examinar los efectos económicos y políticos del caso en cuestión. La historia es experiencia acumulada pero muchas veces también es posible descubrir en ella patrones circulares del comportamiento humano que se repiten a lo largo de los siglos, sin que importe cuántas veces suceda y cuánta experiencia se adquiera. Un ejemplo simple: el primer gobernante que quiso remover a los vendedores ambulantes de la plaza mayor de México fue Hernán Cortés.

De lo anterior se desprende que, muchas veces, situaciones determinadas del pasado son similares a las del presente. No quiere decir iguales, por naturalmente supuesto, porque hay diferencias; sin embargo, éstas importan poco cuando de lo que se trata es de prevenir, de advertir, de prever.

El método de las analogías es el más efectivo cuando la historia se convierte en una herramienta para la toma de decisiones políticas y gubernamentales. Y dándole este uso específico a la historia lo que interesa son las similitudes y no las diferencias, porque se trata de evitar que se cometa el mismo error o bien salir airosos en circunstancias en las cuales en el pasado se fracasó.

Este método de usar la historia en las decisiones políticas y gubernamentales, por cierto, lo desarrollaron con éxito dos historiadores estadounidenses en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, Richard E. Neustadt y Ernest R. May, cuyos trabajos son sumamente recomendables. En este modelo, conforme lo proponen estos autores, lo importante es considerar los elementos que intervienen en el suceso: naturalmente son diferentes porque diferente es su contexto y, sin embargo, son similares porque similares pueden ser sus efectos.

Invito al amable lector a efectuar conmigo un ejercicio simple de analogía histórica, a partir de unos cuantos elementos históricos objetivos que enseguida le proporcionaré, rogándole a cada quien que realice el silogismo comparativo con la realidad actual, contrastando los datos históricos con los eventos contemporáneos que son públicos y notorios. Tomo como punto de partida el artículo que hace un par de meses publiqué aquí mismo, en abogacía, titulado “Gobernar a decretazos”, que narra cómo, empleando la ley, el presidente Antonio López de Santa Anna estableció una dictadura en México. Ahora me referiré exclusivamente al punto “décimo” de ese texto, que se refiere a la consulta popular que en 1854 se llevó a cabo para “preguntarle” al pueblo si dicho personaje debía continuar en la silla presidencial.

Primero

El 20 de octubre de 1854 se publicó la circular del Ministerio de Gobernación sobre juntas populares para inquirir a la opinión pública sobre la continuación de los poderes que ejercía el general Antonio López de Santa Anna.

Segundo

En ella se señalaba que el propio Santa Anna, quien “había sacrificado su doméstica tranquilidad”, ahora aceptaba nuevamente “someterse al sacrificio que le exija la voluntad nacional”.

Tercero

Se estableció como fecha para efectuar esas “juntas populares” el 1° de diciembre de ese mismo, a efecto de que “los mexicanos, de cualquier clase y condición, expresen con plena y absoluta libertad cuál es su voluntad”.

Cuarto

Al pueblo se le harían las siguientes preguntas: “1) Si el actual presidente de la República ha de continuar en el mando supremo de ella, con las mismas facultades que hoy ejerce; 2) En caso contrario, a quién entrega inmediatamente y desde luego el mando”.

Quinto

Se concedió “la más amplia libertad” para que “los ciudadanos y, en especial, los periodistas”, pudieran expresar su opinión, eso sí, “reducida a los puntos indicados, sin extenderla a otro alguno y sin insultos ni denuestos, alusiones ofensivas, recriminaciones ni dicterios” para no “predisponer los ánimos e irritar las pasiones políticas”; en otras palabras, insiste la circular citada, se respetaría “la justa libertad que deben tener los ciudadanos sin que por esto se les permitan juntas o discusiones que den lugar a desahogos, invectivas, exageraciones o poner en peligro la tranquilidad pública”.

Sexto

El 2 de noviembre de 1854 se publicaron las prevenciones emitidas por el Ministerio de Gobernación en las cuales se ordenó que la consulta al pueblo del 1º de diciembre, el horario de apertura de las oficinas en las que ésta se realizara en cada ciudad, villa o población, sería de las ocho de la mañana y hasta las seis de la tarde, y en las mesas receptoras habría dos cuadernos, uno para la afirmativa, donde se apuntarían quienes deseaban que el general Antonio López de Santa Anna continuara en la presidencia, y el otro para la negativa, donde se anotaría el nombre de quien proponían para suceder al presidente. En ambos casos, los participantes debían escribir su nombre. En caso de corporaciones, bastaba con que el más representativo de ellos lo hiciera, señalando cuántos individuos componían su agrupación, medida aplicable al ejército, a la Iglesia y a los pueblos de indios.

Séptimo

Pasada la consulta, al día siguiente, 2 de diciembre, el Ministerio de Justicia dio a conocer la orden del presidente Antonio López de Santa Anna de cesar y destituir de sus empleos, cargos o grados, a todo funcionario, civil o militar, que injustificadamente no hubiese participado en la consulta popular. Días después, el 11 de diciembre, se expidió una circular para perseguir, acusados de conspiradores, a todos aquellos que hubiesen votado en contra, contándose para ello con los nombres que ellos mismos habían anotado en el cuaderno de la “negativa”. Incluyeron en la persecución a los articulistas que en los periódicos de oposición se atrevieron a criticar la consulta.

Octavo

El 2 de febrero de 1855 el Consejo de Estado, “fundándose en la mayoría de los votos emitidos en las juntas populares, declara que es voluntad de la nación que el actual presidente de la República continúe en el mando de ella con las mismas amplias facultades que hoy ejerce”. Confirmado el triunfo de Santa Anna, los periódicos oficialistas de la época dieron a conocer las cifras: votaron por la afirmativa, a favor del presidente, una abrumadora mayoría de 470,000 mexicanos; votaron en contra, proponiendo a otro presidente, nada más 4,000. En otras palabras, más de 99 por ciento a favor y menos de 1 por ciento en contra.

Terminemos: éstos son los datos “duros” históricos. Nuevamente suplico al amable lector que los examine análogamente a la luz de los sucesos recientes, mismos que tienen, con el pasado objetivo que aquí hemos relatado, sorpresivas y sugerentes similitudes. Mi propia conclusión es que tristemente los mexicanos tenemos la posibilidad de corregir la afirmación de Carlos Marx que citamos en el primer párrafo. Él decía que cuando la historia se repite, la primera vez es una tragedia, y la segunda, una farsa. Pues se equivoca, porque en el caso nuestro bien puede ser al revés, ya que confrontando las dos experiencias de ratificación de mandato que hemos vivido en nuestra patria, la primera vez en realidad fue una farsa (todos sabemos que Santa Anna era un farsante consumado), y la segunda vez ojalá no sea una tragedia.

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