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Memorias del poder

Megalomanía, autocomplacencia, necesidad de justificación… ¿Qué es lo que lleva a un gobernante a escribir sus memorias? En días recientes el presidente López Obrador publicó sus “medias memorias”, en las que narra su visión y experiencia de los tres primeros años de su mandato, hecho que da pie a esta reflexión sobre los escritos de quienes han ejercido el poder en nuestro país y nos han querido compartir “su verdad”.


A los personajes públicos, especialmente a los que han ejercido el poder, les da por escribir sus “memorias” para que todo el mundo se entere de lo que pensó y vivió el sujeto de referencia, creyendo por vanidad que la posteridad estará ansiosa de conocer, de su puño y letra, sus vivencias, explicaciones, justificaciones, razones y hasta sus mentiras. Los ejemplos abundan en la historia mundial, y cada vez que aparece publicadas alguna de estas “memorias”, causa gran expectación, como la muy reciente de Barack Obama, Una tierra prometida, que además es un éxito de ventas, aunque no sé si esa sea la razón fundamental para escribirlas; espero que no.

Por supuesto, muchos de los gobernantes de México también han padecido esta imperiosa necesidad de dejar constancia escrita de “su verdad”. A veces, las memorias de nuestros mandatarios adquieren un tono edificante; otras, de plano, tratan de justificar la conducta del autor; en ocasiones son pretexto para seguir figurando en el escenario político, y no faltan las que son un antídoto contra el olvido. De todo hay y hasta de distintos tamaños, que van desde unas cuantas docenas de páginas, hasta cerca de millar y medio de ellas.

¿Cuál es el mérito de estos documentos? Que son una fuente testimonial de primera mano indispensable para el historiador y para todo aquel que se interese por conocer una etapa determinada de nuestro pasado. Por supuesto, su valor histórico es relativo.

La autobiografía es esencialmente subjetiva y su autor tiende, de manera natural, a la exoneración de las culpas y a la exaltación de los aciertos. Pero este subjetivismo es a la vez una espléndida oportunidad para entender al personaje y lograr un ejercicio de acercamiento biográfico, muy útil si se comparte la idea de que la historia la hacen los hombres de carne y hueso.

En estos días, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha publicado sus “medias memorias”, es decir, un libro en el que narra su visión y su experiencia de los tres primeros años de su mandato; por eso las tituló A la mitad del camino, lo cual presupone o anticipa que, al concluir su encargo, publicará sus recuerdos de la segunda parte del trayecto constitucional. Nunca se había dado un caso así: normalmente los autores de este tipo de documentos, aunque lleven apuntes privados de los acaecimientos que les ocurren, se esperan hasta el fin de su gobierno para publicar sus memorias. Evidentemente, éste no es el caso: ¿urgencia o megalomanía? Imposible saberlo y tampoco es dable averiguarlo; hoy me conformo con señalar esta curiosa circunstancia. Obviamente no es de mi interés en esta ocasión comentar su contenido ni examinar sus afirmaciones o negaciones; simplemente deseo hacer un ejercicio más elemental, consistente en agregar este libro de “medias memorias” a la larga lista de quienes, en México, han escrito sus autobiografías o, mejor dicho, sus “memorias del poder”.

Porque eso sí, a despecho de corifeos y cortesanos, no es la primera vez que un mandatario nos ofrece sus letras memoriosas para darnos a conocer “su verdad”. Afortunadamente no: han sido varios. Debo admitir que este tipo de literatura histórica, la autobiográfica, es de mi especial predilección, pues durante muchos años me he dedicado a la tarea de coleccionar la de todos nuestros gobernantes que se han decidido a escribir sus recuerdos de cuando ejercían el poder; esa pequeña biblioteca de textos suma un total de 20 autores, algunos de los cuales nos legaron obras en dos volúmenes, o bien hasta dos libros diferentes. Lo que sí hay que lamentar es que, en realidad, son muy pocos: a algunos la muerte les impidió hacerlo; otros no lo intentaron, y hay quienes han guardado no sé si prudente o más bien expectante silencio, dejándonos con la curiosidad de conocer sus puntos de vista sobre asuntos medulares de nuestra historia. Incluso, nota simpática, dos de esas “memorias” son apócrifas; alguno con aviesas intenciones las falsificó.

Pero repasemos este catálogo bibliográfico, citándolos por autor y título de la obra: el primero que se atrevió —por la imperiosa necesidad de justificarse— fue Agustín de Iturbide, quien escribió sus Memorias para explicar por qué se coronó emperador de México. Más tarde, Antonio López de Santa Anna nos regaló las divertidas páginas —plagadas de mentiras y exageraciones— de Mi historia militar y política. También Maximiliano de Habsburgo, antes de ser nuestro emperador, escribió sus Recuerdos de mi vida, donde narra sus agradables viajes por los países costeros del Mediterráneo. Benito Juárez, por su parte, ocupó sus ocios presidenciales después de vencer al archiduque austriaco redactando sus muy educativos y ejemplares Apuntes para mis hijos. Algún mal intencionado usurpó el nombre de Sebastián Lerdo de Tejada para publicar unas supuestas Memorias suyas, en las que despotrica en contra de Porfirio Díaz, quien a su vez accedió a dictar sus Memorias, pero limitándolas a la época en que combatió por la República; don Porfirio no se atrevió a hablar de sí mismo como presidente.

El elenco de obras y autores continúa en el siglo XX: inicia con Francisco I. Madero, quien en sus Memorias da cuenta de los sucesos de su vida hasta el momento previo a que estalla la Revolución de 1910. Otro texto apócrifo es el de las Memorias atribuidas a Victoriano Huerta, quien difícilmente pudo haberlas escrito en su habitual estado de ebriedad. Álvaro Obregón escribió sus Ocho mil kilómetros en campaña para rememorar sus años de andanzas revolucionarias, pero nos dejó con la curiosidad de saber más sobre su “estilo personal de gobernar”. Su paisano Adolfo de la Huerta escribió sus Memorias para explicar por qué acabó disgustado con el grupo sonorense e inició una asonada. Los tres presidentes de la época del Maximato, mejor conocidos como “los peleles”, escribieron cada uno sus respectivas obras, seguramente dolidos por tan feo apodo y para demostrar una dignidad que no tuvieron frente a Plutarco Elías Calles; así tenemos a Emilio Portes Gil con Quince años de política mexicana, a Pascual Ortiz Rubio con sus Memorias y a Abelardo Rodríguez con su Autobiografía. Cierra la nómina de los revolucionarios el general Lázaro Cárdenas, quien en cuatro tomos nos legó sus muy interesantes Apuntes, anotados con perseverancia desde 1913 hasta 1970.

La segunda mitad del siglo XX también ha sido prolífica en gobernantes escritores: primero Miguel Alemán Valdés dejó unas muy breves, pero autocomplacientes Remembranzas y testimonios. Por su parte, José López Portillo, para explicar sus decisiones y su nepotismo, publicó Mis tiempos, biografía y testimonio político, en dos gruesos volúmenes con un total de 1,293 páginas. Más tarde, Carlos Salinas de Gortari publicó México, un paso difícil a la modernidad, ese gran tabique de 1,393 páginas con letra muy apretada en el que justifica su sexenio y acusa de traidor a su sucesor. Luego siguió, en orden de publicación, no de sentarse en la silla presidencial, Miguel de la Madrid, quien ya había aventurado un germen de posibles memorias en su discreto y frío libro testimonial: El ejercicio de las facultades presidenciales. Luego se transformó —literariamente hablando—, pues en Cambio de rumbo se lanzó al ruedo, por la puerta grande, con 871 páginas de gran formato que retan al más voraz de los lectores. Llaman la atención dos cosas: la primera es que esos tres ex presidentes publicaron volúmenes enormes, puesto que tanto De la Madrid Hurtado como Salinas de Gortari y López Portillo se empeñaron en que sus recuerdos quedaran consignados en kilométricos textos. Segundo: gracias a sus ansias autojustificadoras y autolaudatorias, tenemos cubierto, vía las memorias de cada uno, el periodo mexicano comprendido entre 1976 y 1994.

Esto me lleva, entre paréntesis, a recordar a quienes en el siglo XX no escribieron: por ejemplo, no lo hizo don Venustiano Carranza —obviamente no le dieron tiempo—, ni tampoco Plutarco Elías Calles —habría sido interesantísimo que lo hiciera sin duda por tanta sangre—, ni Manuel Ávila Camacho —no era lo suyo eso de las letras—, ni Adolfo Ruiz Cortines —a él de plano no creo que le importara, pues el misterio era lo suyo—, ni mucho menos Adolfo López Mateos, a quien los aneurismas cerebrales se lo impidieron. A él, estoy seguro, le hubiera encantado. Dicen que Gustavo Díaz Ordaz escribió sus muy cacareadas Memorias, que pocos han visto y publicado en pedacitos mínimos, pero que aún permanecen inéditas y cuya publicación esperan con ansia los estudiosos sobre el tema de 1968. Hay que preguntarse si Luis Echeverría habrá escrito las suyas, lo cual es de desearse, pues su longevidad le ha concedido tiempo de sobra, como a ningún otro ex presidente. Ojalá también a Ernesto Zedillo le haya interesado escribir las suyas, al menos para corresponder a los deseos de los economistas que están ansiosos por saber cómo logró superar las crisis mexicanas y por qué aceptó la derrota del Partido Revolucionario Insittucional. Si don Ernesto lo hace, podríamos tener completa la segunda mitad del siglo XX a través de las diversas visiones y versiones de sus protagonistas.

Ya en pleno siglo XXI, cuando apenas llevamos dos décadas de él, son tres los presidentes que nos ha legado sus recuerdos: primero Vicente Fox —aunque usted no lo crea— con su libro La revolución de la esperanza, que, eso sí, ante la realidad inocultable y pública, tiene un coautor, un periodista llamado Rob Allyn, pues creo que don Vicente siempre fue ágrafo; este libro, que circuló muy poco, casi vergonzosamente, lleva un subtítulo muy bonito: “La vida, los anhelos y los sueños de un presidente”. Por su parte, Felipe Calderón ha publicado no una sino dos obras: la primera, más descriptiva que analítica, se titula Los retos que enfrentamos, una reseña de las dificultades que enfrentó en su gobierno y de las políticas públicas diseñadas para superarlos; luego, ya con la convicción de que un gobernante puede realizar un examen de conciencia autocrítico, publicó Decisiones difíciles, un relato personal donde desde sus primeras páginas anuncia cual es el complejo y complicado deber de un presidente: gobernar es decidir. ¿Enrique Peña Nieto pensará en escribir sus “memorias”? ¿Alguien sabe algo al respecto?

Ahora aparece el libro de Andrés Manuel López Obrador, A la mitad del camino. Insisto en que publicar los recuerdos de medio sexenio es algo inusitado, cuando la tarea está incompleta por necesidad y aún faltan tres años más para quedar cesante en el empleo presidencial. No sabría decir si es conveniente escribir al calor de los acontecimientos, disputas y sinsabores; bueno, al menos no sé si lo es publicarlos, pues muchos presidentes llevaban sus diarios o sus notas, pero esperaron hasta concluir su encargo para redactarlos en forma definitiva, algunos hasta varios años. Sin embargo, con ilusión agrego este libro a mi pequeña biblioteca de “memorias del poder” mexicanas, pues tengo la esperanza de que sólo le falte un tomo más a esta obra autobiográfica.

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