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La Suprema Corte y sus presidentes

Con casi dos siglos de vida y un centenar de presidentes, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha transitado tanto por etapas de independencia y defensa de nuestra Constitución como por periodos de oscuridad y descarado sometimiento al titular del Poder Ejecutivo. ¿Qué momento vive hoy nuestro máximo tribunal y qué futuro le espera? Una mirada a la historia nos puede ofrecer la respuesta.


Se puso de moda hablar del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Hoy todo el mundo sabe quién es, se conoce su nombre y hasta se ha convertido en personaje público, para bien y para mal. Históricamente hablando, esto es, en realidad, un avance sustancial.

Hasta apenas hace unos cuantos años la gente común, la que no está directamente inmersa en los asuntos legales o en los procesos judiciales, ignoraba por completo el nombre de quien fuera, en cada periodo de nuestro acontecer, el presidente de nuestro máximo tribunal. De alguna manera esto es fácil de explicar: nuestra República presidencialista le concedió todos los reflectores al titular del Poder Ejecutivo, dejando en las sombras a quienes presidían los otros dos poderes de la Unión. Así sucedió desde 1824, cuando los fulgores del nombre del presidente, Guadalupe Victoria, opacaron y dejaron en el olvido a quien fuera el primer presidente de nuestra Suprema Corte.

A lo largo del siglo XX la Corte fue un escalón más en las carreras de quienes podían ser sus presidentes, luego senadores, más tarde gobernadores y hasta embajadores, y viceversa, que para el caso era lo mismo.

No está por demás recordarlos, sobre todo ahora que el papel del presidente de la Corte es tema de conversación y debate. Pero no siempre fue así: hubo épocas en las que permanecían anodinos, aunque de vez en cuando saltaban al escenario público; en otros tiempos, allá en la lejana segunda mitad del siglo XIX, alcanzaron renombre y relieve porque se convirtieron en actores políticos fundamentales; luego, llegaría una larga y oscura noche, la del sometimiento y la ignominia, que duró más de 100 años, desde don Porfirio Díaz hasta el fin de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Finalmente, una nueva etapa, mucho más luminosa, se iniciaría en 1995 y continúa hasta nuestros días, caracterizada por la independencia del Poder Judicial.

Casi 200 años de Suprema Corte y un centenar de sus presidentes. Diseñada en la Constitución de 1824 más bien como un tribunal de apelación, sin muchas facultades de interpretación o intervención, sus creadores se vieron en el predicamento de designar a un presidente. Para integrar el máximo tribunal tuvieron que recurrir a algunos de los “oidores” de la antigua Audiencia realista, pero para que la presidiera necesitaban un abogado que hubiera sido insurgente, y había muy pocos. Eligieron a Miguel Domínguez, el antiguo corregidor de Querétaro, quien por lo tanto había fungido como juez y sabía de administración de justicia. A pesar de los pecadillos que ensuciaban su pasado —como asesor jurídico firmó la sentencia de muerte de más de 80 insurgentes capturados por los realistas en la batalla de Aculco—, el esposo de doña Josefa Ortiz se convertiría en el primer presidente de nuestra Suprema Corte. A él lo seguirían algunos juristas de gran renombre de su tiempo, como Pedro Vélez o José María Bocanegra, pero sobre todo Manuel de la Peña y Peña, afamado publicista y respetado abogado en quien recayó el tristísimo deber —increíblemente hubo un tiempo en nuestra historia en que nadie quería ser presidente de la República— de ocupar la titularidad del Poder Ejecutivo y firmar el Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el que perdimos la mitad del territorio, allá en 1848. También de esta primera época de la Corte vale la pena subrayar el nombre de otro de sus presidentes, Juan Bautista Ceballos, quien por oponerse a los caprichos del presidente Antonio López de Santa Anna se vería obligado a exiliarse.

Con la Constitución de 1857 llegó el tiempo del protagonismo político de los presidentes de la Suprema Corte. La ley suprema les concedió la atribución de sustituir al presidente de la República durante sus ausencias temporales o definitivas, además de que —nota curiosa— se alcanzaba la presidencia del máximo tribunal por elección popular. El primero de ellos, que tomó posesión de la presidencia de la Corte el 1º de diciembre de 1857, fue Benito Juárez, quien sólo permaneció unas cuantas horas en el puesto pues se apresuró a pedir licencia para integrarse al gabinete del presidente de la República, Ignacio Comonfort, y a los 15 días, al dar Comonfort su autogolpe de Estado, Juárez asumiría la titularidad del Poder Ejecutivo. Por supuesto, aún hay quien cuestiona si legalmente pudo hacerlo, por la particularidad de que no estaba en funciones de presidente de la Corte; no obstante, esta exquisitez jurídica no es asunto de este texto. Luego, en 1861, fue elegido presidente del máximo tribunal un general, Jesús González Ortega, cuya fama era la de un militar vencedor, aunque no supiera nada de leyes. Lamentablemente fue poseído por la ambición presidencial e intentó deponer a Juárez en 1865, en plena intervención francesa. Don Benito hizo bien en separarlo y ponerlo fuera de la ley.

Más adelante, en 1867, Sebastián Lerdo de Tejada fue electo presidente de la Corte, y reelecto en 1871. Por eso, a la muerte de Juárez lo supliría en la presidencia de la República. A él lo sustituiría en la Corte otro del compacto grupo juarista, José María Iglesias, quien cuando Lerdo de Tejada fue derrocado por la revolución de Tuxtepec, acaudillada por el general Porfirio Díaz, argumentó que él era el presidente de la nación, “presidente legalista”, como se definió él mismo. Don Porfirio no se tentó el corazón y lo obligó a desterrarse. En 1877, en las nuevas elecciones, fue elegido presidente de la Corte un gran jurista, que incluso había sido constituyente en 1857 y que tenía un alto concepto de la misión que como juez constitucional debía cumplir: Ignacio L. Vallarta. La suma de dos voluntades inteligentes, la de él y la de don Porfirio, permitió que llegaran a un acuerdo: reformar la Ley Suprema, quitarle al presidente de la Corte la suplencia presidencial —es decir, dejarlo sin protagonismo político— y concederle a cambio, a él y a los demás ministros, la inamovilidad. Vallarta, como sabemos, dignificó a la Suprema Corte. Cuando terminó su periodo, en 1882, no quiso reelegirse ni ampliar su mandato.

A partir de 1883 y hasta 1994 corre una larga época que se caracteriza, sobre todo, por la descarada sumisión del máximo tribunal, puesto que de hecho los presidentes de la República lo dominaron y lo avasallaron. Primero don Porfirio y sus continuadores, y después el sistema político revolucionario que desembocaría en la hegemonía priísta; el caso es que durante más de 100 años la Corte se comportaría —y pido perdón por la expresión— como una cortesana, dispuesta a servir en todo al que verdaderamente mandaba en el país. De la poco más de una veintena de presidentes de la Corte de la etapa porfirista acaso sólo valga la pena recordar a algunos de aquellos que, independientemente del papel que desempeñaron en el máximo tribunal, también fueron destacados juristas, como Manuel María Zamacona, Silvestre Moreno Cora, Demetrio Sodi y Francisco Carvajal. Más tarde, a partir de la Constitución de 1917 y hasta 1994, la lista es igualmente abundante: 26 presidentes tuvo la Corte, algunos de ellos destacados abogados —Salvador Urbina, Roque Estrada e Hilario Medina— que tuvieron que presenciar cómo los dictados del presidente de la República se convertían en sentencias, algunas veces escandalosamente contradictorias, como cuando la Corte de Obregón falló en contra de los sindicatos petroleros que pedían la nacionalización de esa industria no obstante que, una década después, la Corte de Cárdenas resolvió a su favor. Todo conforme a las instrucciones presidenciales, faltaba más. Es singular que a lo largo de esta etapa de cortesanía sólo un ministro de la Corte, que ni siquiera era su presidente, se atrevió a renunciar. A Alberto Vázquez del Mercado sus compañeros ministros lo felicitaron —en privado, claro está— por su valor y dignidad.

A partir de la Constitución de 1917 y hasta 1994 —etapa en que la Corte estuvo dispuesta a servir en todo al que verdaderamente mandaba en el país—, sólo un ministro, que ni siquiera era su presidente, se atrevió a renunciar.

Muy a pesar de que en la Suprema Corte sí hubo ministros de gran valía como juristas a lo largo del siglo XX —recordemos sólo a dos de ellos: Felipe Tena Ramírez y Juan José González Bustamante—, ninguno llegaría a ser presidente del máximo tribunal, posición reservada para el ajedrez político, pues para el priísmo la Corte era un escalón más en las carreras de quienes podían ser sus presidentes, luego senadores, más tarde gobernadores y hasta embajadores, y viceversa, que para el caso era lo mismo. Naturalmente, este desfile de presidentes de la Corte, desconocidos para la mayoría de la población, sólo contribuyó al desprestigio del máximo tribunal, que llegó a excesos notables, como cuando el presidente de la Corte, cuyo nombre no vale la pena recordar, fue interrogado a la salida del informe presidencial del 1º de septiembre de 1982, en el que el presidente de la República, José López Portillo, anunció la nacionalización de la banca. A la pregunta de un reportero acerca de si cabría algún recurso contra esa medida, el presidente de la Corte, como buen cortesano, se apresuró a responder que no procedería ningún juicio de amparo contra la nacionalización. Pocos años después, como fue del conocimiento público, uno de los ministros se corrompió y recibió sobornos para que un criminal y violador pudiera salir de la prisión.

Ya era el colmo. Sin embargo, el nuevo amanecer democrático de México daría respuesta para que el país contara con una Suprema Corte de Justicia de la Nación digna e independiente. Correspondió a su último presidente concebir su desmantelamiento: Ulises Schmill, que no era político y sí, en cambio y por fortuna, un gran jurista. Nació así una nueva Corte, cuyos presidentes gozan de buena fama y prestigio bien ganado, primero porque son abogados de valía, segundo porque son juristas estudiosos y comprometidos, y tercero porque no son políticos, lo cual es la mejor garantía para asegurar que cumplirían con sus responsabilidades. Desde ese entonces (1995), sus nombres resultan conocidos para muchas personas porque representan la independencia y la legitimidad del tribunal encargado de defender la Constitución. Sus nombres son bien conocidos: José Vicente Aguinaco, Genaro David Góngora Pimentel, Mariano Azuela Güitrón, Guillermo Ortiz Mayagoitia, Juan Silva Meza, Luis María Aguilar Morales y Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, a quien ahora corresponde conservar la integridad y el buen concepto que la Suprema Corte se ha ganado en estas últimas décadas.

Terminemos por donde empezamos: se ha puesto de moda hablar de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En los acalorados debates de estos días, cuando se discute la ampliación del periodo de su presidente, un diputado, líder de su fracción, sin que viniera al caso, tuvo la ocurrencia de afirmar, dejándose llevar por la marea desenfrenada de utilizar las palabras sin conocer su significado, que “el conservadurismo opta por el derecho”, creyendo que con eso descalificaba a los opositores de la ampliación. Sí, también está de moda hablar de “conservadores”. Sin embargo, la réplica a este desconocimiento del lenguaje político y jurídico nos las proporcionó hace más de 150 años un destacadísimo presidente de la Corte, Manuel de la Peña y Peña, cuyas palabras, bien empleadas, explican lo que es nuestro máximo tribunal: “Pudiera la Corte considerarse entre nosotros como un cuerpo conservador que, aplicando la ley a cualquiera de los altos funcionarios que la infrinja, tiene así en sus manos el medio más seguro que se ha encontrado en las constituciones modernas para contener a todos en sus deberes”. Una vez más, la respuesta está en la historia.

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