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¿Por qué somos como somos? (segunda parte)

El gobierno tiene la obligación de alimentar y dar trabajo al pueblo, los extranjeros son malvados por naturaleza, el petróleo es de todos los mexicanos, el Estado es el responsable del bienestar y la felicidad de las mayorías… son algunas ideas que subsisten en nuestro imaginario colectivo. Pero ¿de dónde vienen? ¿Deben erradicarse? ¿Qué debería reemplazarlas? En este artículo, cuya primera entrega se publicó en nuestra edición de febrero, el autor explora el origen de las entelequias creadas para sustituir a la Corona española, como ésta, a su vez, sustituyó en el imaginario colectivo a los dioses aztecas.

Puedes encontrar la primera parte de esta artículo a través de este enlace.


¿Cuáles fueron las modificaciones impuestas por los reyes borbones que vinieron a trastocar la “felicidad mexicana” conseguida con la eficiente y funcional fusión de las herencias indígena y española? Son dos, las cuales después serían utilizadas como argumento para justificar la Independencia: la supresión de la “venta de oficios” y la eliminación del “obedézcase, pero no se cumpla”, ambas como consecuencia del ejercicio despótico del poder por parte de los reyes que en lugar de amoldarse a la forma de ser de sus pueblos resolvieron apartarse e imponer una nueva manera de ser social, política y económica.

Deseoso el rey de incrementar las contribuciones y los tributos, y conociendo que buena parte de las autoridades era corrupta, decidió suprimir la venta de los empleos públicos, que se ofertaban a los habitantes de cada lugar, y sustituirlos por funcionarios designados directamente por él y que, además, eran españoles de los que vivían en la península ibérica. Esta medida causó un gran malestar porque, entre otras cosas, la venta de oficios era un elemento importante de movilidad y ascenso social en la Nueva España, la cual de pronto se sintió ofendida ante la gran cantidad de “gachupines” o extranjeros, como se les llamó, que venían, sin conocimiento alguno ni experiencia, a gobernar donde antes habían gobernado los nacionales. Ésta sería, como se dice en los libros de texto, una de las causas de la Independencia que generará, además, otro de los elementos consustanciales de nuestra forma de ser: el rechazo de los extranjeros que deseaban ocuparse y desempeñarse en cualquier actividad, como lo pidió Morelos y como quedaría consignado en nuestras leyes. El rechazo a quien era diferente por ser de otro lugar, surgido desde la conquista y confirmado con la Independencia, se convertiría en uno de los más conspicuos elementos del ser nacional.

El otro error de los borbones fue suprimir la posibilidad individual y colectiva o gremial de oponerse a las leyes del monarca, lo que sucedió cuando se resolvió la expulsión de los jesuitas, pues dio la casualidad de que el virrey encargado de la operación, el marqués de Croix, al redactar el decreto respectivo, informó a los súbditos novohispanos que nunca más se podrían volver a oponer a las disposiciones del gobernante al decirles que habían “nacido para callar y obedecer”. Esta expresión enojó a todos porque hasta ese momento el cumplimiento de la ley quedaba al arbitrio y la voluntad de las personas y ahora resultaba que serían obligatorias y que no había posibilidad de desobedecer. Y eso los mexicanos de entonces —y los de ahora también— es algo que no pudieron soportar. ¿Cómo que la ley era obligatoria, si esta noción era contraria a nuestra herencia?

Sobrevino, pues, la Independencia como una reacción en contra del despotismo y con la ilusión de que todo volviera a la normalidad tradicional, al modo de vida heredado por las dos culturas que nos dieron origen como nación. Incluso, lo anterior fue posible en 1821, cuando ya la insurgencia había sido derrotada por los realistas, porque al establecerse en España el régimen constitucional que eliminaba fueros y establecía la libertad de industria y comercio los propios criollos que antes llegaron a oponerse a Hidalgo y a Morelos decidieron independizarse de la metrópoli porque las nuevas circunstancias —basadas en las ideas liberales— afectaban la tradición, por lo que no tuvieron reparo alguno en buscar la alianza con los viejos insurgentes para conseguir la tan anhelada independencia que asegurara el viejo orden de cosas.

Cuatro

Eso sí, el nuevo país independiente asumió como propios y como un legado histórico los antiguos derechos y prerrogativas de la Corona, así como sus obligaciones y deberes, transferidos ahora a ese concepto sociológico y muy etéreo denominado “nación”. La “nación mexicana” se convertía ahora en la titular de la propiedad originaria, recibida de los dioses aztecas y de la Corona española. Incluso se consignó así en la Constitución de 1917, para que no hubiera duda alguna acerca de a quién pertenecía el derecho de propiedad sobre tierras, aguas, subsuelo, espacio aéreo y demás posibilidades de que la nación pudiera ejercer dominio, que es lo que comúnmente llamamos “soberanía”, como las ondas radioeléctricas para la transmisión de señales de radio, televisión, internet y telefonía, o como en los casos en que debe siempre pedirse, para cualquier tipo de actividad, la autorización, el permiso, la concesión o, al menos, el visto bueno de la autoridad. Igual que entre los mexicas, igual que en los tiempos novohispanos, solamente mudando el nombre de ese ser superior al cual se le rendía pleitesía y tributo: si antes lo fueron los dioses y el tlatoani, y después la Corona o el rey, ahora lo sería la nación y los poderes de la Unión.

El más de medio siglo posterior a la consumación de la Independencia se caracterizaría por la lucha entre los sostenedores del modelo heredado del pasado —llamados comúnmente conservadores— en contra de los modernizadores — genéricamente llamados liberales—, en los que cada uno quería diseñar el país conforme a sus ideales y propósitos. En ese periodo se mantuvieron, por ejemplo, los fueros y los estancos, las mercedes y los privilegios —denominados ya con el más moderno concepto de “concesiones o permisos”—, así como los monopolios del Estado. La corrupción siguió viva, la venta de oficios se transformó en compadrazgos y amigazgos y se continuó con la desobediencia consuetudinaria de la ley, razón por la cual tuvimos más de cinco constituciones durante ese periodo, más de 50 cambios de gobierno, así como —y ésta es la mejor prueba de la gozosa inestabilidad en la que vivíamos— más de 175 secretarios de Hacienda.

Benito Juárez emprendió la primera modernización seria del país. Fue lo suficientemente listo como para plantearla en la forma de una cruzada nacional en contra del fanatismo religioso, buscando el Estado laico, y lo consiguió, haciendo además que este objetivo, el de la laicidad, se convirtiera en la fachada ritual por la cual se le rinde veneración. Pero su propósito era otro: aniquilar el modo de ser tradicional, acabando con la “estúpida miseria” que provocaban la ignorancia y las antiguas formas de producción económica, basadas en el proteccionismo, la falta de competencia, la tutela perpetua del Estado, la burla a la ley y la corrupción. Pidió así, entre otras cosas, libertad de industria y comercio, igualdad ante la ley —lo contrario a los fueros—, inversión extranjera —así como se lee y se oye, con todas sus letras— y que el Estado dejara de ser responsable de las pensiones de cesantes, viudas, huérfanos y pensionados; además, no tuvo empacho en nacionalizar —término acuñado para expropiar a favor de la nación cualquier tipo de bienes que pertenecen a otros— los bienes inmuebles de la Iglesia católica, pero también los de las comunidades y los pueblos de indios para crear, pecado mayúsculo, la propiedad privada. Más tarde, don Porfirio perfeccionaría estas medidas y daría paso a la época de progreso, combinando algunas de las modalidades heredadas del pasado —como la del gobernante patriarcal y la supervivencia disimulada de algunos fueros— con el nuevo modo moderno y liberal en el que se abandonó, por ejemplo, la tutela que antes se brindaba a campesinos y obreros, y se prohibió cualquier tipo de organizaciones gremiales, que son la antítesis del individualismo liberal.

Benito Juárez emprendió la primera modernización seria del país. Pidió así, entre otras cosas, libertad de industria y comercio, igualdad ante la ley, inversión extranjera —así como se lee y se oye, con todas sus letras— y que el Estado dejara de ser responsable de las pensiones de cesantes, viudas, huérfanos y pensionados. Además, no tuvo empacho en nacionalizar los bienes inmuebles de la Iglesia católica, pero también los de las comunidades y los pueblos de indios para crear, pecado mayúsculo, la propiedad privada.

La reacción al modelo liberal fue la Revolución mexicana, que se lanzaría al combate exigiendo, de plano, el retorno al sistema original, el que combinaba la herencia indígena y novohispana: regresar a las prácticas monopólicas por parte del Estado, asegurar la protección a las clases desvalidas, darles servicios básicos y gratuitos de educación, salud y hasta vivienda de bajo costo, fomentar y promover las organizaciones gremiales, sindicales y hasta patronales, y, de alguna manera, asegurar la idea de que el Estado revolucionario, a través de su gobierno, era el responsable del bienestar y la felicidad de las grandes mayorías, a las cuales se cuidó de no ofender, permitiendo cierta laxitud en la aplicación de la ley y manteniendo, eso sí, el control mediante las asignaciones presupuestales de escuelas y universidades.

Ésas y no otras fueron las ideas, por ejemplo, de Emiliano Zapata, porque su interés por la restitución de las tierras a los pueblos y las comunidades claramente constituía una crítica al liberalismo de Juárez, que fue quien se las quitó. Lo peculiar es que en la magia y el mito de nuestra historia, en los discursos antes oficiales y ahora de la izquierda, se hermanan ambas figuras como si fueran pertenecientes a una misma genealogía histórica, la de los buenos, cuando en realidad sus ideas son absolutamente antagónicas.

Claro que la Revolución tuvo un momento inicial exótico y extravagante, cuando la proclamó un personaje que perseguía un ideal hasta entonces desconocido en México: la democracia, por la cual su apóstol, ese iluso que pensaba que implantándola en México se produciría un efecto de bondadosa cascada que lo resolvería todo, pagó con su vida el intento. Por eso, una vez extirpada esa rara puntada democrática de Madero, la Revolución triunfante no volvió a hablar de ella ni a practicarla hasta que muchas décadas después los hombres que la encabezaron se vieron obligados a ceder el poder. Mientras tanto, lo mantuvieron con apapachos tanto a pobres como a ricos, usando los métodos proteccionistas y tutelares que antaño se emplearon en las épocas azteca y colonial. Quedaron vivas las antiguas prácticas de ser la sombra que protege y ampara al pueblo, así como las mercedes y los privilegios, los fueros personales —díganlo si no las diferencias ancestrales en las celdas de las cárceles—, la lotería y los subsidios a las ciencias y a las artes, la asistencia pública y el corporativismo sindical y hasta empresarial. La corrupción no se erradicó. Antes al contrario, siguió más vigente y campante que nunca, así como el reparto de los puestos públicos entre amigos y partidarios. Así, pasamos de la época del desarrollo estabilizador a una en la que se profundizó aún más el modelo histórico-genético, donde éste se expandió para alcanzar sus mayores niveles de cobertura: el populismo, que tantos suspiros provoca en muchos de quienes añoran regresar a la felicidad de esos días en que el Estado era como los dioses y el presidente como el tlatoani, pues, como decía Luis Echeverría: “Lo que pasa es que yo soy todo en este país”.

Cinco

Ya en la década de 1990 los intentos modernizadores del presidente Salinas, empeñado en que quedara atrás el populismo heredado del pasado, encontraron gran oposición, porque a quién se le ocurre privatizar los ejidos, reconocer a las iglesias, firmar un tratado de libre comercio, descabezar sindicatos, y, como si fuera un rey Borbón, exigir obediencia sin discutir. El levantamiento zapatista de Chiapas fue la respuesta que exigía regresar al orden antiguo, al de la tutela perpetua a los pobres y a los indígenas, al Estado benefactor y su obligación de mantenernos a todos. De esos días surge la nueva izquierda con su lenguaje engañoso: quieren aparecer como progresistas cuando en realidad son reaccionarios por su insistencia en volver atrás; dicen ser liberales cuando en realidad son conservadores, porque se oponen a la iniciativa particular y privada, a la competencia y a la responsabilidad personal, y creen que la única responsabilidad es la del Estado; aparentan participar en la democracia cuando en realidad propugnan por que la gente vote por el sistema del pasado; alientan la inconformidad colectiva de sus agremiados y los inducen al “obedézcase pero no se cumpla” que practicaban sus ancestros, y, por supuesto, proponen el regreso del tlatoani, aquel que como una ceiba frondosa protegerá a la nación de la cual, como entre los aztecas, él es el único vocero e intérprete.

La nueva izquierda usa un lenguaje engañoso: quiere aparecer como progresista cuando en realidad es reaccionaria por su insistencia en volver atrás; dice ser liberal cuando en realidad es conservadora, porque se opone a la iniciativa particular y privada, a la competencia y a la responsabilidad personal, y cree que la única responsabilidad es la del Estado.

Durante dos décadas, las primeras del siglo XXI, México vivió una experiencia asombrosa, pero al parecer fallida: la alternancia democrática combinada con políticas públicas denominadas, genérica pero peyorativamente, “neoliberales”, que intentaron terminar con la tradición imperante durante tantos siglos. Democracia efectiva, apertura comercial, órganos autónomos constitucionales en diversas materias, especialmente financieras, económicas, electorales y de protección a los derechos humanos; impulso a la privatización, aliento a la producción, acceso universal a los servicios de salud, reforma de los sistemas educativos, disminución del poder del Estado, límites y responsabilidades a los gobernantes, independencia judicial, transparencia, rendición de cuentas, acceso a la información. México intentó reformarse y modernizarse a partir del concepto de libertad y respeto al derecho de todos. Pero nada de eso pudo fructificar: se impuso mayoritariamente el retorno al pasado.

De nuevo aparecieron los “emisarios del pasado”, los inconformes eternos que proclaman como si fuera dogma de fe los beneficios y las ventajas del modelo heredado de nuestras raíces indígenas y españolas. El tema del debate se centra, entre otros asuntos igualmente complejos, en la reforma energética y petrolera, acusando a quienes quisieron entregar “nuestros” recursos al extranjero. ¿Cuándo han sido nuestros? ¿Cuándo alguien ha recibido un precio preferencial por la gasolina? A no ser, claro está, merced heredada de los antiguos privilegios gremiales, que se pertenezca al sindicato petrolero, que como el del servicio eléctrico recibía el fluido gratuitamente. Basta un somero análisis histórico para demostrar que estos asuntos, el de la soberanía nacional de los recursos del subsuelo, el del dominio de la nación sobre los energéticos y ese otro de que el petróleo es de todos los mexicanos, tan sólo son mitos: ¿Qué es la “nación”? Pues una entelequia creada para sustituir a la Corona española, como ésta, a su vez, sustituyó en el imaginario colectivo a los dioses aztecas.

Vivimos atenazados por el pasado: no logramos superar nociones como la de la propiedad originaria, la de la obligación del gobierno de alimentar y dar trabajo al pueblo, la de la existencia real de fueros y privilegios, la de la corrupción generada por la gente que sabe que puede comprar a las autoridades, la de la conciencia de que la ley es para violarla y que no pasa nada si lo hacemos, la de que todo extranjero es malvado por naturaleza y viene a saquearnos. Y si no se comparten estas ideas, para eso existen los modernos inquisidores que públicamente condenan a todo el que se oponga a esta “verdadera mexicanidad”, con el mote de traidor a la patria; por atreverse a pensar, hablar, escribir y actuar con libertad y en contra de la tradición.

Sin embargo, en abono de quienes se sientan ideológicamente ofendidos, debo decir que el patrón cultural genético no sólo es de quienes desean volver al pasado, sino, en general, de muchos mexicanos: aquellos que tienen la necesidad de ostentar un fuero, aquellos que desean vivir sin trabajar, aquellos que desobedecen o violan la ley que consideran injusta, aquellos que se niegan a pagar impuestos, aquellos que alguna vez han dado alguna mordida, aquellos que quisieran recibirlo todo porque creen que lo merecen todo, aquellos que sueñan con ser influyentes y tener algún amigo o conocido en el gobierno, aquellos que abominan del éxito ajeno, aquellos que desprecian al que es diferente, aquellos que descalifican al que triunfa, aquellos que cargan de culpas a los demás por sus propias faltas u omisiones, aquellos que se eximen de responsabilidad ante los demás, aquellos que anhelan actuar como si todavía viviéramos en esos tiempos felices en que a nadie se le podía exigir nada porque a nadie le conceden autoridad para hacerlo, ni siquiera a quien fue elegido democráticamente por el voto mayoritario, porque entonces de todas maneras no estamos de acuerdo con él y con ninguno en realidad.

Sin embargo, me parece que con lo dicho antes queda clara la respuesta a esa interrogante que nos agobia de vez en cuando: ¿por qué los mexicanos somos como somos? Porque nuestro patrón genético-histórico no nos permite ser diferentes. ¿Llegará el día en que podamos modificarlo? Ojalá.

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