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¿Por qué somos como somos? (primera parte)

Es sencillo decir que, como pueblo mexicano, heredamos el modo de ser de las dos razas que nos dieron origen como nación, las vertientes indígenas y la española, o que recibimos de ellas lo mejor o lo peor, según sea la posición de quien opine. Pero cuáles son esos elementos heredados de ambas culturas? En este artículo (que se publica en dos entregas) el autor ofrece una descripción de cuál es el patrón histórico-genético de los mexicanos.


En mi programa de radio aventuré una hipótesis sobre la genética histórica de nuestro modo de ser social y político, es decir, sobre el comportamiento que los mexicanos muestran ante el gobierno o cualquier tipo de autoridad, por ejemplo, o ante otras expresiones que lastiman a ese ADN histórico que tenemos inoculado en nuestra alma colectiva, como los intentos de reformar esa tradicional manera de ver las cosas que tenemos.

Indiqué que eso que los teóricos sociales llaman idiosincrasia, en el caso mexicano se fue gestando a lo largo de los siglos, cinco para ser exactos, entre 1325 —fundación de Tenochtitlan— y 1821 —consumación de la Independencia—, y que en ese medio milenio, gracias a la forma de vida que nos impusieron primero los tlatoanis aztecas y luego los reyes de España, somos lo que hoy somos en materia de creencias políticas, sociales y económicas. Es muy fácil decir que heredamos el modo de ser de las dos razas que nos dieron origen como nación, las vertientes indígenas y la española, o bien que recibimos de ellas lo mejor o lo peor, según sea la posición de quien opine, pero en cambio muy pocos se han atrevido a señalar con precisión cuáles son esos elementos heredados de ambas culturas que han superado el tiempo y están tan acendrados que yacen confundidos y mezclados en los más profundos recovecos de nuestro ser nacional.

Después, en los últimos 200 años hemos presenciado brotes incluso violentos para defender esa tradición de cualquier acoso modernizador. Así, como lo demostraré más adelante, la Independencia, la Revolución y luego las muchas y vehementes expresiones airadas y desaforadas de la llamada izquierda contemporánea, no son sino manifestaciones de rechazo al progreso y síntomas virulentos de que el patrón genético-histórico resulta casi imposible de modificar.

Uno

Los aztecas creían que el tlatoani era el representante de los dioses. Y como confiaban ciegamente en ellos, abdicando de toda capacidad y posibilidad de crítica o de oposición, delegaron en ellos —y en su representante terrenal— la solución a todas sus dificultades y a todas sus inquietudes. Hasta la misma voz tlatoani tiene un significado etimológico muy revelador: es el que habla por los dioses. Claro está que a cambio de esa sumisión absoluta los aztecas crearon una figura paternal en la que depositaron todas sus esperanzas y el remedio a todas sus necesidades. Un cantar náhuatl define con precisión lo que la gente pensaba de su gobernante: “Es la ceiba frondosa que con su sombra protege y ampara al pueblo”.

Los aztecas creían que el tlatoani era el representante de los dioses. Y como confiaban ciegamente en ellos, abdicando de toda capacidad y posibilidad de crítica o de oposición, delegaron en ellos —y en su representante terrenal— la solución a todas sus dificultades y a todas sus inquietudes.

Así, el tlatoani se convirtió en el verdadero padre de la nación, quien velaba por todos y de quien podía esperarse todo, pues él se encargaría de resolver y de dar, de repartir y de proveer. Por eso, según sus creencias, los aztecas estaban convencidos de que su forma de vida era la que los dioses habían ideado y concebido para ellos, y que lo que era bueno y malo correspondía decirlo únicamente al tlatoani. Por eso, a él se le encomendaba una misión superior: darle de comer al pueblo, proporcionarle alimentos. Y lo hacía de dos maneras: la primera, otorgando tierras en usufructo —es decir, sólo el uso y no la disposición, o sea la propiedad— a pueblos y barrios o a señores individualmente determinados, para que sembraran maíz, el alimento que ellos creían que era regalo de los dioses, y la segunda, para proporcionar proteína animal, dándoles carne para que al combinarla con el maíz surgiera el alimenticio plato sagrado que combinaba ambos nutrientes básicos, los dos concedidos por los dioses: el pozole. Por supuesto, la carne era humana y provenía de los cautivos hechos prisioneros en las guerras y que eran sacrificados en el templo mayor, repartiéndose después los retazos con hueso entre los aplausos de la multitud que daba alaridos de gusto cada vez que a alguien le sacaban el corazón, ceremonia ritual que muchas veces encabezaba el propio tlatoani.

Por supuesto, el elemento que hay que destacar es que era el tlatoani el dispensador de la tierra, bajo la creencia de que la propiedad originaria correspondía a los dioses, quienes, a través de él, la repartían para felicidad de los aztecas, a los que se permitía cierto grado de libertad para elegir, luego de haber cumplido con el servicio militar, el arte o el oficio a que quisieran dedicarse. Además, el tlatoani, a través de sus jueces, impartía justicia, entendida ésta como el proceso de restaurar el orden divino creado por los dioses, quienes señalaban lo que era un delito y su correspondiente castigo, algunos de los cuales resultan impresionantes, como cuando se aplicaba la pena de muerte por lapidación pública a todo aquel que hiciera sortilegios o hechizos en contra de la ciudad, de sus moradores o de sus gobernantes.

Era el Estado perfecto en el que el pueblo no tenía nada de qué preocuparse pues todo lo resolvía el tlatoani: la educación a cargo del gobierno, los alimentos proveídos por él, la justicia administrada bajo el sistema de creencias uniformes y únicas, nacidas de la convicción común de que eran los dioses quienes las habían creado, y pobre de aquel que se atreviera a contravenirlas.

Dos

Al contrario de lo que se piensa, la conquista española no destruyó este orden de vida, sino que lo fortaleció y lo consolidó, sumando inclusive nuevas costumbres que se avinieron perfectamente a la forma de vida de los pueblos originarios. Este sincretismo político y social permitió germinar una forma de ser nacional que hasta la fecha sobrevive, puesto que los reyes de España, con inteligencia política y destreza jurídica, resolvieron subrogarse en los derechos y las facultades, las obligaciones y los deberes, y hasta en la imagen proveedora que tenía el tlatoani.

Así, una de las primeras medidas de los reyes españoles fue dejar vivo todo el sistema anterior, particularmente en lo que se refiere a los usos y costumbres —con excepción, evidentemente, de lo que fuera contrario a la religión católica—, por lo cual decidieron ratificar la posesión inmemorial que los pueblos y las comunidades tenían sobre la tierra y que les había sido concedida en usufructo por los tlatoanis. Nótese que ratificaron sólo la “posesión” pero no les dieron la propiedad, porque, como si fueran los antiguos dioses, la propiedad originaria la transfirieron de estas deidades a la Corona española.

De esta manera, el rey, en su carácter de administrador de las propiedades de la Corona, repartía la tierra, dándola a los pueblos mediante cédulas reales, o bien concediéndola a particulares a través de mercedes y privilegios, sin que nadie dudara de que ese derecho de disponer de la propiedad originaria le correspondía sólo a él. Hizo algo más: promovió la organización gremial, otorgando a las agrupaciones de cualquier índole el carácter de entes colectivos con derechos, en detrimento, por supuesto, de la actividad individual. La voz colectiva en defensa de los privilegios adquiridos por la generosidad del gobernante será una de las constantes de nuestra historia.

Porque adquirir privilegios se volvió una costumbre y una necesidad. Por razones desconocidas que mucho tienen que ver con los regímenes autoritarios y paternales a la vez, el rey se reservó el derecho, como lo tenía el tlatoani, de ser él quien autorizaba cualquier tipo de actividad, fuera social, económica o inclusive cultural, a través del permiso que había que solicitarle para que él respondiera otorgando “mercedes” o “privilegios”, los que comprendían no sólo el beneficio para el solicitante, sino la obligación de respeto impuesta a los demás, que se verían impedidos a realizar la actividad que el monarca había concedido al recipiendario de esa graciosa concesión, lo cual, evidentemente, constituía la negación de la libertad de industria, de comercio y hasta de las artes.

Y a pesar de lo que se diga, también en el aspecto religioso, destruido el antiguo sistema por los conquistadores, los reyes de España tuvieron éxito, de nueva cuenta con medidas atinadas que se fusionaron muy bien con las preexistentes a la llegada de los castellanos: la nueva religión sustituyó sincréticamente a la anterior gracias a que no exigía sacrificios humanos porque el sacrificado había sido uno solo —Cristo— y, en cambio, para alimentar al pueblo, trajeron cerditos —los que se reprodujeron con gran velocidad— y luego ganado vacuno, permitiendo satisfacer el abasto de proteína animal.

Por otra parte, los reyes españoles, a través de sus representantes, los virreyes, también asumieron otro de los papeles de los tlatoanis, al asignarles a cada uno de estos funcionarios el carácter de “protectores de los indios” y creando para ellos sistemas especiales de justicia e inclusive permitiendo que se mantuviera el uso de sus lenguas y sus dialectos, y creando instituciones protectoras que en la práctica tenían por objeto la tutela de la gente considerada “rústica” o “miserable”, por lo cual se convirtió en una de las tareas obligadas del gobernante atender y prodigar recursos a los necesitados, o sea, a la mayoría de la población.

Los reyes de España incorporaron nuevas formas culturales en la vida social, política y económica que, reitero, se avinieron y combinaron a la perfección con las recibidas en el legado indígena y que marcarían para siempre nuestra forma de ser nacional. La primera de estas formas novedosas fue la “venta de oficios”, por medio de la cual, ante la dificultad de gobernar un imperio tan vasto, los reyes dispusieron poner a subasta los cargos públicos al mejor postor en cada una de las zonas y regiones de la monarquía. Esto trajo como consecuencia que, primero, se generara una sensación de autogobierno, porque la gente de cada lugar podía aspirar a ocupar los puestos de la administración, con el beneplácito de sus vecinos, y segundo, que apareciera la corrupción gubernamental, porque hasta el propio rey entendía que el aspirante que compraba el cargo había tenido que endeudarse para adquirirlo y necesitaba pagar a sus acreedores, por lo que surgió un sistema perverso en el cual el rey aseguraba la lealtad del funcionario, permitiéndole corromperse, y a su vez, los súbditos sabían que el funcionario era corrupto y que podían agilizar trámites y negocios dándole dinero.

Luego, el rey trasladó a la Nueva España una de las modalidades medievales que más se enraizaron en nuestra alma colectiva: los fueros o la justicia privativa por medio de tribunales para que los iguales juzgaran a los iguales. Ostentar un fuero era toda una manera de vivir la vida. Todo el mundo disputaba por tener alguno, pues esto le concedía a la gente el derecho de contar con leyes especiales, condiciones propias, jueces parciales y hasta la posibilidad de sentirse diferente a los demás con la garantía de la impunidad y el reconocimiento social. Había fueros para los eclesiásticos y para los militares, pero también para los indios, para los artesanos, para los abogados, para los médicos, para los ganaderos, para los comerciantes, para los universitarios.

Casi para cada actividad social y económica había un fuero que protegía a sus agremiados. Incluso, esta idea de que la justicia debía ser desigual para los desiguales llegó hasta las prisiones, donde existían, como ahora, dos tipos de celdas: las del común y las de la gente de razón. Ni qué decir que esta manera de ser sigue viva hasta nuestros días.

Aparejada con los fueros, los reyes introdujeron otra modalidad más, que sigue tan campante en nuestros días: la posibilidad legal y política de desobedecer la ley. Temerosos de equivocarse, dada la magnitud del imperio y las enormes distancias, sabiendo que en cualquier momento podían errar por desconocer la realidad o por estar mal informados, los reyes autorizaron a sus súbditos novohispanos no acatar las leyes mediante la aplicación de la fórmula que el mismo monarca anotaba, a veces de puño y letra, en cada una de sus disposiciones jurídicas: “Obedézcase pero no se cumpla”, lo cual permitía que aquellos que se sintieran agraviados por las normas expedidas por la autoridad real lícitamente pudieran desobedecer y oponerse para que el rey resolviera siempre a su favor.

Este sistema de vida política, social y económica tenía como fundamento una de las máximas de gobierno expresadas en la legislación medieval española, en las famosas “siete partidas”, que en mucho se parecen a la forma gubernamental asumida por los tlatoanis, porque si éstos tenían como deber ser la sombra que protege y ampara al pueblo, los reyes de España tenían como misión “mantener al pueblo en justicia”, dándole a cada quien lo que le corresponde, a través de premios o castigos, pero siempre con la certeza de que gobernaban con el derecho divino concedido por Dios, lo cual era indiscutible para los demás. Eso sí, a los pocos opositores o disidentes los esperaba la Inquisición, que combatía a todos aquellos que pensaban diferente a lo que sentía y creía la generalidad uniforme. Y no se piense que esto era mal visto o temible; al contrario, era aplaudido y aceptado con beneplácito; la prueba de ello es que al consumarse la Independencia al pueblo libre no se le ocurrió saquear ni incendiar el edificio inquisitorial.

Tres

A partir de 1700, el cambio de dinastía en España haría que los reyes de la familia Borbón gobernaran los destinos de la monarquía, incluyendo a sus reinos americanos. Estos monarcas traían ideas renovadoras y modernizadoras fundadas en la Ilustración, pero de todas maneras contribuyeron a que se acrecentara la forma de ser nacional pues añadieron nuevas aportaciones a esa peculiar manera que recibimos, fusionadas, de nuestras herencias indígenas y españolas. Así, por ejemplo, introdujeron los monopolios o estancos de la Corona, creados de manera paralela a las mercedes y los privilegios concedidos a particulares y gremios, con lo cual inventaron la economía mixta, en la que conviven la actividad privada con la pública, sin que nadie discutiera que determinadas áreas eran de explotación exclusiva para el gobierno. Así, se crearon los estancos del azogue —sustancia indispensable para el beneficio de la plata—, de los naipes —el juego de azar preferido por la población, por lo que la Corona quiso ser la única fabricante y distribuidora de barajas— y del tabaco, vicio del que se obtenían grandes ganancias en su cultivo, elaboración y consumo.

Desde ese momento nadie dudó jamás que el gobierno podía y debía participar en la economía, haciéndolo dizque en beneficio de las mayorías o en defensa de los productores o consumidores, lo cual se convirtió en un dogma de fe.

Los reyes borbones agregaron un concepto más a nuestra tradición, que es de gran importancia actualmente: la Corona —o el Estado— se reservó el derecho de ofrecer y sostener no sólo la educación científica y la promoción de los saberes técnicos —se creó el Colegio de Minería y el Jardín Botánico—, sino también de ser la instancia única para el fomento de las artes —a través de la Academia de San Carlos—, institución pública que no nada más enseñaba, sino que daba patente a los artistas para que sólo ellos pudieran ejercer su actividad y los que no formaban parte de su gremio pues simplemente se abstuvieran de hacerlo. Hasta nuestros días seguimos con las mismas ideas, despreciando a quienes libremente, sin afiliación a gremios o sin subsidio oficial, practican la cultura.

También la Corona borbona asumió el papel de benefactora de las clases populares, perfeccionado las ideas anteriores, indígenas y españolas, de la protección de los pobres, al crear dos instituciones que hasta hoy sobreviven más de 250 años después: la Lotería Nacional —entonces llamada de San Carlos— y el Nacional Monte de Piedad —y de “Ánimas”, como se decía en aquel tiempo—, de las cuales surgió la concepción de que las labores asistenciales también eran de la exclusiva responsabilidad del Estado, el cual podía, si lo deseaba, delegarlas a particulares.

Sin embargo, los reyes borbones intentaron, a través del despotismo ilustrado, modificar y reformar la herencia indígena y española en dos puntos esenciales, lo cual provocaría, como reacción, la guerra de Independencia. En efecto, los más modernos estudios acerca de este movimiento coinciden en afirmar que se trató de un movimiento de reacción en contra de la tendencia modernizadora, impulsada desde la Corona, del modo de vida tradicional mexicano.

Este texto continuará en nuestra edición de marzo.

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