En su famoso libro Iniciación a la abogacía (1947), el jurista francés Jean Moliérac reflexiona sobre los valores que distinguen al profesionista del derecho. Fundado en la naturaleza ética que caracteriza la vida jurídica, el autor va guiándonos por sus páginas con todo tipo de consejos para fortalecer nuestras convicciones y recordarnos la importancia y la belleza de nuestra profesión. A continuación ofrecemos un decálogo que reúne las que, a nuestro parecer, son las recomendaciones más significativas de Jean Moliérac para afrontar el difícil trajín de la abogacía.
- El abogado lleva el verbo ante la justicia, es quien da cuerpo y vida a la demanda del litigante y su misión consiste en colaborar con la obra del juez; en verdad es partícipe de la justicia.
- El arte del bien decir no se reduce a un mero ejercicio de palabras: el abogado debe conocer primero lo que se propone explicar y consagrarse después a expresarlo con claridad, permanecer fiel en la explicación de los hechos y ponerlos al alcance de todas las inteligencias.
- El dominio del abogado no tiene límites: abarca las acciones humanas, todos sus deseos al igual que todos sus temores, todas sus cóleras, todas sus pasiones, todos sus placeres y todas sus disputas.
- Cuando el abogado litiga o realiza un acto de su función, como la asistencia a un acusado en un despacho, debe vestir la toga; es el signo visible de nuestra dignidad y nuestra independencia. El mismo birrete dejado ya por muchos tiene su significado: el abogado tiene derecho de permanecer cubierto para recordar a todos la independencia con que cumple su misión. La independencia es señal de una conciencia recta y se resume diciendo que es el sentimiento del deber.
- Es un noble espectáculo ver a los abogados que han honrado su profesión en los siglos pasados, defender valerosamente los derechos imprescriptibles del hombre en las circunstancias más diversas y aun en tiempos que no habían sido todavía reconocidos por el soberano; con igual abnegación por todos los infortunios.
- Un deber principal hacia nuestra profesión es el de la probidad. Probidad acrecentada por los escrúpulos y, por así decirlo, refinada, que no es honor vulgar sino más bien pureza de sentimientos. Probidad en los pensamientos, rectitud en las palabras, lealtad en los actos, pues el abogado desempeña una misión de confianza y debe cumplirla con honor.
- Debemos defender los intereses de nuestros clientes con escrupulosa atención, conservando el secreto más absoluto acerca de sus confidencias. Es indispensable que el cliente pueda tener en su abogado una confianza ilimitada, que no tema abrir toda su alma a su defensor y abandonarse a su fe.
- Cuando litigamos, ejercemos nuestra propia función, sin depender de nadie, ni de los jueces ni de nuestros clientes y, aun menos, del poder.
- La confraternidad, virtud suprema en todo lo que significa de sentimientos altruistas; exige más que una estimación recíproca, un gran interés por los demás, la conciencia de no haber faltado en nada y de haber hecho todo lo que había qué hacerse. La confraternidad es un deber hacia nuestros colegas que han aceptado la misma regla de vida; lo que Péguy llamaba el honor del mismo fuego.
- No hay empresa más digna de atención y de respeto que la de asumir ante la justicia la defensa de otros hombres, pues no hay ninguna en que el carácter, la conciencia y el corazón funcionen más, en que el abogado surja y se entregue por más lados a la vez; no es una libertad vulnerada, un derecho desconocido, una conciencia herida, los que se apoyan en el derecho a la defensa: no hay justicia sin él.
Jean Moliérac
